• Primera lectura: Hch 9, 26-31: “La Iglesia gozaba de paz”.
  • Salmo Responsorial: 21: “Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá”. 
  • Segunda lectura: I Jn 3, 18-24: “Amar no sólo de palabra, sino con obras y de verdad”.
  • Evangelio: Jn 15, 1-8: “Yo soy la verdadera vid, y el viñador es mi Padre”.

Color: BLANCO

Neptalí Díaz Villán

Según el contexto sociocultural en el que vive el ser humano, van apareciendo las expresiones artísticas y religiosas. En el ambiente pastoril y agrícola del antiguo oriente, encontramos una rica manifestación religiosa y cultural impregnada de estos dos elementos. Hace ocho días compartíamos la comparación de Jesús con el buen pastor que daba la vida por sus ovejas (ambiente pastoril). Hoy nos remitimos a los cultivos de uvas y de higos propios de esta región (ambiente agrícola). Se solía comparar al pueblo de Israel y su experiencia de Dios, con estas dos  plantaciones: «Como uvas en el desierto encontré a Israel, como breva en la higuera descubrí a sus padres» (Os 9,10). La vid y la higuera  representan al pueblo y el cultivador a Dios.

El viñador se esforzaba por plantar, cercar y cuidar la viña y esperaba buenos frutos. Pero con mucha frecuencia los frutos eran amargos. (Os 10,1; Sal 79,9.12; Jer 2,21; Ez 17,1-10; Cant 6,11; 7,13; 19,10; Is 5,1-8;). Lo mismo sucedía con la higuera (Jer 8,13; Jl 1,7; Mt 21,19-21), o con la oliva, (Sal 52,10; Os 14,5-8, Jue 9,7-16). «¡Ay de mí! Me sucede como al que rebusca terminada la vendimia: no quedan uvas para comer, ni brevas que tanto me gustan» (Miq 7,1). “El Señor me mostró dos cestas de higos… una tenía higos exquisitos, es decir, brevas; otra tenía higos muy pasados, que no se podían comer” (Jer 24,1-10) “Si intento cosecharlos, oráculo del Señor, no hay racimos en la vid ni higos en la higuera” (Jer 8,4-13). ¿Qué frutos esperaba el viñador? Frutos de amor, justicia y derecho. “La viña de Yahvé Shebaot es el pueblo de Israel, y los hombres de Judá su cepa escogida. Él esperaba rectitud, y va creciendo el mal; esperaba justicia, y sólo oye el grito de los oprimidos” (Is 5,7).

El evangelio de hoy nos presenta la comparación con la vid. La comunidad del Cuarto Evangelista (Juan), presenta a Jesús como la vid verdadera. Hemos dicho muchas veces, y lo recordamos de nuevo, que los evangelios son una confesión de fe de las primeras comunidades cristianas. Es decir, estas palabras no fueron pronunciadas por el Jesús real e histórico, sino por el Jesús resucitado y vivido realmente dentro de la comunidad. Para la comunidad, la vid verdadera era Jesús que habitaba en ella; ya no era el pueblo de Israel y las viciadas estructuras religiosas manipuladas por sus autoridades.

En su viaje a Jerusalén, Jesús y sus discípulos descubrieron una higuera (entiéndase estructura religiosa o pueblo de Israel en general) que, aunque tenía una frondosidad admirable, no producía frutos (Mc 11,11-24). Este texto está redactado y puesto dentro del Evangelio de Marcos de tal manera, que la higuera significa el templo de Jerusalén, es decir, la institución religiosa. Para Jesús, el templo, y en general las estructuras religiosas judías, no representaba la vid de Dios, sino el prototipo de la degradación de lo sagrado. Dios no podía habitar en el templo, no en ese templo: Dios no podía estar dentro de esa falacia. El pueblo de Israel, así como estaba, no podía ser la vid del Señor.

Los líderes de Israel que se camuflaban bajo los títulos de doctores, sacerdotes y maestros, y escondían bajo sus mantos “sagrados”, todo tipo de crímenes, no podían así representar la voz de Dios. No eran los viñadores de Dios sino los viñadores asesinos (Mt 21,33-41). El verdadero viñador es el Padre, (Mt 20,1-16; 21,28-32).

La propuesta de Jesús y sus comunidades fue una nueva experiencia con lo sagrado, ya no a partir de la vieja institución, sino a partir de una comunidad fraterna: “Éste es el mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

La expresión: “Yo soy la vid verdadera”, es una conclusión a la que llegan las comunidades cristianas después de experimentar a Jesús muerto y resucitado, en sus propias vidas. La expresión: “Yo soy la vid verdadera”, indica a su vez, que hay otras vides que no son verdaderas, porque no generan vida. Se trata del oficialismo religioso judío que los marginaba, pisoteaba su dignidad y era un impedimento para llegar a Dios y vivir como verdaderos hijos. Jesucristo y su camino de salvación los liberaba y era el medio para encontrarse con el Dios vivo y verdadero. Jesús es la vid verdadera porque fue fiel a Dios, porque durante toda su vida correspondió al Amor del Padre y porque dio frutos de vida. Las obras de Jesús demostraron que entre el Padre y Él había unidad perfecta. Como sugiere la segunda lectura, Jesús no amó sólo con la lengua y de palabra sino con obras. ¡Así se ama!

Las comunidades cristianas, en su anhelo por construir su propia historia de salvación, impulsadas por la fuerza del Espíritu de Jesús resucitado, se encontraron con un fuerte obstáculo. Algunas tradiciones que, por más anacrónicas y nocivas que sean, no son fáciles de superar. Los tabúes de los que se valen los reaccionarios defensores del viejo orden son difíciles de romper, entre otros motivos, por el peso de la conciencia, más cuando de por medio está el nombre de Dios. “Dios lo quiso así, así ha sido y ha de ser siempre”, suelen decir los reaccionarios. En la conciencia personal y colectiva se graba un deber ser, y obedecer a esas directrices les da tranquilidad a las personas. Y eso no está mal, es necesario que una conciencia recta y bien formada oriente la vida de las personas. Pero esa conciencia recta bien formada debe estar abierta a lo nuevo, cuando lo novedoso dignifica la vida.

Por eso, la Primera Carta de Juan se da al trabajo de ayudar en la formación de la conciencia de sus lectores con los nuevos paradigmas religiosos propuestos por el movimiento de Jesús: El amor verdadero: “Hijitos míos, no amemos sólo con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad. Amando así, sabremos que somos de la verdad” (1Jn 3,18-19ª). Y si el peso de las tradiciones hace que la conciencia de los neófitos le reproche dejar atrás elementos considerados sagrados, los autores de la carta invitan a  estar tranquilos porque Dios es más grande que la conciencia: “… y cuando la conciencia nos reproche algo, delante de Dios la convenceremos de que Dios es más grande que la conciencia porque lo sabe todo. Queridos míos, si la conciencia no nos reprocha nada, podemos acercarnos a Dios con más confianza; guardando nosotros sus mandamientos y haciendo lo que le agrada, él nos concederá todo cuanto le pidamos” (1Jn 3,19b-22). No se trata de manipular la conciencia, sino de ayudar a formarla para el progreso integral del creyente.

Si queremos dar frutos de vida como los dio Jesús, es preciso estar unidos a él. Hoy nos queda fácil criticar la institución judía y decir que ellos no eran la vid de Dios porque daban malos frutos. Pero nos toca evaluarnos a nosotros mismos como discípulos y discípulas, y como institución. Entiéndase institución familiar, comunitaria o eclesial.

No se trata de criticar por criticar, ni de reformar por reformar. Podemos quedarnos criticando toda la vida y hacer de la crítica una excusa para justificar nuestras propias fallas. Cuántos reformadores han aparecido y escudan su afán de protagonismo y de sectarismo en un “santo celo” por la obra de Jesús. “En este mundo hay más religiones que niños felices”, dijo Ricardo Arjona. ¡Claro que necesitamos una reforma a nivel institucional! Pero sobre todo necesitamos una reforma del corazón y de la mente, es decir de nuestras motivaciones, de todo aquello que nos impulsa a actuar: sentimientos, pensamientos, impulsos, afectos, etc.

La invitación central de este día es unirnos a Jesús y permanecer unidos  a Él. “Esto es lo que Dios nos manda: que creamos que Jesucristo es su Hijo y nos amemos los unos a los otros, como él nos lo ordenó. El que guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios permanece en él; y sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1Jn 3,23-24 – segunda lectura). “El que permanece en mí, y yo en él, da fruto abundante, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Evangelio). Unirnos y permanecer en Jesús no se entiende aquí en sentido espiritualista e intimista, alejados de la realidad y de los hermanos. No nos unimos a Jesús únicamente motivados por un momento de efervescencia, calor y éxtasis. Nos unimos y permanecemos en él, en la medida en que nos acojamos a su misericordia, aceptemos su gracia salvadora y caminemos como auténticos discípulos en medio de nuestras falencias humanas.

Miremos hoy a aquel que ha tomado la iniciativa y nos ha llamado a seguir sus caminos. Veamos si estamos unidos verdaderamente a Él, no sólo porque pertenezcamos oficialmente a una institución o porque tengamos la partida de bautismo, confirmación y matrimonio.  Así como el sarmiento (ramas) no puede dar fruto si no permanece unido a la vid (tronco), nosotros no damos frutos si no permanecemos unidos a Jesús, vid verdadera.

¿Qué frutos estamos dando? ¿Los frutos que damos glorifican al Padre? ¿Qué elementos de nuestras vidas necesitamos podar o dejar que el Padre pode, para dar los frutos de la Vid verdadera? ¿Estoy cerrado, totalmente seco y el único remedio es que me corten y me echen al fuego? O ¿Soy una rama que acepta ser podada y siempre dispuesta a recibir la savia de la Vid?

Señor Jesús, Vid verdadera, gracias por la abundante savia que nos comunicas y con la cual nos das vida en abundancia. Gracias por tu presencia viva en medio de nosotros.

Te pedimos perdón porque, como ramas, hemos permitido que la maleza nos inunde, porque algunas veces nos desprendemos de ti que eres la Vid verdadera y nos mal alimentamos de savias dañinas. Inunda nuestra vida con la gracia de tu Espíritu, con la savia pura que nos fortalece, que nos purifica, que nos revitaliza… llénanos de ti para que demos los frutos que Dios Padre espera de nosotros.

Danos la gracia de formar nuestra conciencia para verlo todo con un sentido crítico, con madurez, fe y esperanza, con un profundo amor por tu proyecto. Danos tu gracia para tomar las mejores decisiones, para asumir con valentía nuestros compromisos históricos como personas, como familias, como iglesia.

Que con tu ayuda generemos a nuestro alrededor un ambiente de compromiso, de trabajo, de vida, de alegría, de libertad, de dignidad y de todos los frutos que le dan sentido pleno a nuestra existencia. Amén.

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