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  • Primera Lectura. Am 7, 10-17: “El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: “Ve y profetiza a mi pueblo de Israel”.
  • Salmo Responsorial. 18, 8.9.10.11: “Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos”.
  • Evangelio. Mt 8, 1-8: “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”.

El Evangelio de hoy nos presenta una narrativa que, a primera vista, despierta cierta extrañeza. Un paralítico es llevado ante Jesús, con la esperanza de una curación física. Sin embargo, la respuesta de Jesús, enfocada en el perdón de pecados, sorprende no solo a los presentes, sino que también nos invita a reflexionar sobre nuestras propias expectativas cuando buscamos a Dios.

Esta escena nos revela una verdad profunda: el ser humano enfrenta dos tipos de enfermedades, la física y la espiritual, siendo esta última la más grave porque escapa de la capacidad curativa humana. Jesús, al perdonar los pecados del paralítico, aborda la raíz de su verdadera aflicción, sanando su interior y restituyéndolo ante Dios. Este acto subraya que la misión de Jesús trasciende lo meramente visible, tocando lo más íntimo del ser humano.

El milagro de la cura física que sigue es una demostración del poder divino de Jesús en la tierra, respondiendo a las dudas de los escribas y reafirmando su autoridad para perdonar pecados. Este episodio nos desafía a examinar la profundidad de nuestra fe y las expectativas que cargamos al encontrarnos con lo divino. A menudo, nuestras enfermedades interiores, aquellas barreras que nos impiden vivir plenamente la fe, limitan nuestra capacidad de reconocer la acción de Dios en nuestras vidas.

Este relato es un llamado a la introspección, a identificar aquellas dolencias del espíritu que nos mantienen paralizados, incapaces de avanzar en el camino hacia una conversión genuina. Es un recordatorio que nuestras limitaciones personales no solo nos alejan de la gracia divina, sino que también obstruyen nuestra habilidad para discernir y cumplir la voluntad de Dios.

La verdadera liberación y sanación vienen cuando permitimos que Jesús se convierta en el centro de nuestra existencia, dirigiendo tanto nuestro cuerpo como nuestro espíritu hacia la plenitud de vida que promete. Al abrirnos humilde y plenamente a su gracia, nos preparamos para ser testigos fieles de su Palabra y partícipes de la vida eterna que nos ofrece. EL Evangelio nos invita a dejar que Jesús sane no solo nuestras enfermedades físicas, sino también aquellas heridas del alma que solo Él puede restaurar.

(Guía Litúrgica)

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