• Primera lectura: Job 7, 1-4.6-7: Me han tocado meses de desengaño.
  • Salmo Responsorial: 146: El Señor sostiene a los humildes.
  • Segunda lectura: 1Cor 9, 16-19.22-23: ¡Ay de mí, si no anuncio el evangelio!
  • Evangelio: Mc 1, 29-39: Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó.

Homilía  2 de febrero: Presentación del Señor

Neptalí Díaz Villán

No sufras por eso, ten paciencia: Cuando estamos bien es muy fácil decirle a la gente que sufre, palabras o frases de cajón, a veces frías e indiferentes como: “tranquilízate”, “ten paciencia”, “cálmate, no sufras por eso”, “nada ganas con exaltarte…”  Cuando hemos comido nos queda fácil juzgar a alguien porque roba algún producto del supermercado respondiendo a su instinto de conservación. Cuando sufrimos, entonces podemos entender el sufrimiento ajeno; por qué los demás lloraban, por qué decían malas palabras, por qué se deprimían y por qué blasfemaban…

La historia de Job nos narra el drama de un hombre y en él, el de la humanidad caída, que, como decía Jean Paul Sartre, sufre y no es feliz, porque está condenada al fracaso y la angustia de existir es inevitable. ¿La vida? Una pasión inútil. ¿La libertad? Me condena a vivir una angustia aplastante ante el proyecto que constituye mi ser. ¿Los demás? Son el infierno. ¿Y el amor? “Por el amor, me entrego al otro, busco captar su atención para que me dedique su libertad y así le dé sentido a mi vida” (Sartre – El ser y la nada). Entonces me convierto en objeto y termino queriendo y amando mi vergüenza como signo profundo de mi objetividad.

A los amigos de Job, que no comprendían su dolor, les quedaba fácil juzgarlo y acusarlo de pecador, pues, según la mentalidad de aquel tiempo, las desgracias venían porque se cometía algún pecado. Así nos puede suceder cuando, sin conocer el dolor humano y careciendo de la más mínima empatía, nos atrevemos a juzgar las diferentes manifestaciones de una persona adolorida. Cuando seamos testigos en carne propia del sufrimiento extremo comprenderemos el porqué para Sartre la vida no era más que una pasión inútil, el porqué Job sentía que su vida era un suspiro y que sus ojos no volverían a ver la dicha. Porqué maldijo el día en que nació (3,3) y porqué se sintió condenado por el mismo Dios (10,1ss).

En Job está plasmado el dolor humano. Realidad tan atacada por todos y en todos los tiempos, pero tan arraigada y tan difícil de erradicar. Las ciencias, las comunicaciones, las filosofías, el arte, la música y hasta las mismas religiones, muchas veces han prometido erradicar el dolor del planeta. Pero, aunque tenemos muy buenos logros, todavía contemplamos los rostros de Job en la humanidad entera y muchas veces en nuestra propia carne.

Como cristianos no podemos ser indiferentes ante el sufrimiento humano. Ante el sufrimiento tal vez, de nuestros propios familiares, amigos o compañeros de trabajo, que soportan en silencio su propio drama pues caras vemos, corazones no. Ante el sufrimiento de aquella persona que me cae mal, porque con sus palabras o con sus actitudes desagradables, despierta mis oscuros sentimientos y toca mi propia inseguridad, cuando, muy en el fondo, lo que buscaba desesperadamente era que alguien la amara y la comprendiera.

No podemos desconocer, como nos lo dice el documento de Puebla (31-39), los rostros de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer, los rostros de jóvenes desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad. Los rostros de indígenas y, con frecuencia, de afroamericanos, que viven marginados y en situaciones inhumanas. Los rostros de campesinos privados y desplazados de sus tierras, de los obreros mal retribuidos, subempleados y los de tantos marginados de nuestras urbes o de los territorios ignorados. Los rostros de ancianos, cada día más numerosos y también frecuentemente marginados… en fin, los rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela.

Ante el dolor humano es preciso quitarnos las sandalias y acercarnos con cuidado, con mucho respeto y, sobre todo, con el amor misericordioso que nos enseñó Jesús con su palabra y su obra.

¿Fue Jesús un exorcista?: Algunos grupos de corte neopentecostal, dentro o fuera de la Iglesia Católica, enfatizan tanto en esta faceta de Jesús, que llegan muchas veces a exageraciones enfermizas. Como obsesivamente ven el demonio por todos lados, consideran cualquier manifestación atípica de la psiquis humana como una posesión demoníaca digna de un exorcismo. En esos ambientes abundan los exorcistas y también los posesos. Allí los amantes del espectáculo y de los aplausos del “respetable público”, encuentran la oportunidad apropiada para saciar su sed de ovaciones y de admiración, y para llenar de una manera mediocre su vacío humano.

Por otra parte, hay un grupo que siguiendo a Rudof Bulman, quiere desmitologizar totalmente el Nuevo Testamento, trata de quitar todo viso mágico a la figura de Jesús y niega su relación con estas prácticas mencionadas. Esta visión desconoce la ubicación histórica de Jesús en su tiempo y su espacio, ya que él vivió una época con mentalidad mágica, que, como todo el mundo antiguo, veía en las manifestaciones de la naturaleza la acción de espíritus buenos o malos. En aquel entonces era natural la interpretación de algunas enfermedades físicas o psicológicas, como posesiones demoníacas. No había una frontera definida entre enfermedad, pecado y posesión diabólica. Por lo tanto eran comunes los exorcistas (Mt 12, 27; Lc 11,19; Hch 19,11; Mc 9,38-40).

Por esto, tratando de ser fieles al Jesús histórico, podemos decir con John Meier que Jesús sí practicó el exorcismo, pero no fue eso lo que hizo de él un personaje insólito, por no decir único. Lo fue el hecho de unir en su persona las funciones de exorcista, maestro de la moral, captador de discípulos y profeta que anunciaba el Reino futuro pero presente desde ahora.

Negar esta actividad de Jesús sería desconocer su mundo. Pero realizar esta práctica en la actualidad, cuando los avances de la ciencia, específicamente a nivel médico y psicológico, nos ayudan a descubrir el origen de las enfermedades y el tratamiento adecuado, representa un desfase tremendo. Aunque, como en todo, sobre esto no se ha dicho la última palabra y es posible que haya algún caso especial, casi todos los “exorcismos” actuales representan una práctica irracional y un desvío del proyecto de Jesús. Zapatero a sus zapatos.

Además, Jesús tuvo su propio estilo e intencionalidad para los exorcismos y sanaciones. Los exorcistas y curanderos de la época echaban mano y atribuían su éxito, a la observancia de ciertas fórmulas rituales, como palabras, acciones simbólicas, empleo de ciertas sustancias, invocación de espíritus o personajes antiguos. Jesús hablaba de una relación muy profunda entre milagro y fe.  Para que se diera el milagro era necesaria la fe, el deseo de curarse y la confianza en que el poder de Dios era más fuerte que el poder del mal.

Él supo combinar perfectamente su calidad humana con su relación y confianza en Dios. A la suegra de Pedro, “se acercó, la tomó de la mano y la levantó”. La presencia de Jesús, la relación con él y su cercanía, generaba en la gente confianza, deseos de vivir, de luchar por la vida, de crecer y de levantarse.

Sanó a los enfermos, no para hacer creer su ego (Mt. 4,3-6), sino al contrario, se negó a realizar una señal en el cielo como requisito para que creyeran en él (Mc 8, 11). Sanó para que la persona atacada por el mal viviera, fuera feliz y se integrara a la comunidad en el amor y el servicio, como pasó con la suegra de Pedro. Los milagros de Jesús eran el anuncio de algo más grande: “el Reino de Dios está cerca” (Mt 12,28). No se limitó a la parte corporal, sino que se trató de una sanación integral desde lo profundo del ser humano: sus motivaciones, su razón de vivir, sus convicciones, su mente, su cuerpo y su espíritu. Le devolvió al ser humano atacado por el mal, su plena integridad y su capacidad de ser él mismo en relación con los demás y con Dios. No fue magia, fue calidad y trabajo humano complementado perfectamente con la gracia de Dios.

En nuestra aldea global estructuralmente enferma, el testimonio de Jesús, su lucha contra el mal y su entrega generosa por la liberación del ser humano, representa para nosotros, sus seguidores, un reto y una Buena Noticia que no podemos ocultar. El mal personal, comunitario y social, sigue haciendo su mella y sigue condenando a mucha gente a llevar la vida como una pasión inútil, paralizada por las estructuras internas o externas. Es necesario hacer el bien y luchar contra el mal para devolver la salud, la paz, el bienestar, a todos aquellos poseídos por “los demonios” que azotan nuestra humanidad.

Esto debe constituirse para nosotros, más que en un gesto admirablemente raro, en un imperativo ético para ser auténticamente humanos. Como decía Pablo (2da Lect.) “Anunciar el evangelio no es para mí motivo de gloria; es obligación que Dios me ha impuesto. ¡Ay de mí, si no anuncio el evangelio!”. ¡Ay de nosotros si somos indiferentes ante el dolor humano! ¡Ay de nosotros si pensamos egoístamente en nuestro propio bienestar y no más! ¡Ay de nosotros si no escuchamos el clamor de los empobrecidos, marginados y condenados a vivir su drama en la más profunda soledad!

“Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Y le pasó la fiebre y se puso a servirles”.

Jesús, hermano, amigo, compañero de camino. Gracias por todo tu ministerio a favor de nuestro bienestar como seres humanos. Gracias por tu constante lucha contra las fuerzas que desintegran la vida, por tu disponibilidad para estar cerca del que sufre y aliviar su dolor, como manifestación de la presencia del Reino.

Danos un corazón misericordioso para comprender al que sufre, para acercarnos a él y ser buena noticia con nuestra acción solidaria, nuestra presencia, nuestra palabra o nuestro silencio.

Te pedimos que nos liberes de todas las ataduras y nos ayudes a vivir en completa libertad de mente, de cuerpo, de espíritu. Que en nuestras familias y comunidades creemos el espacio propicio para vivir en libertad, para servir con amor y experimentar tu presencia sanadora. Que nuestras relaciones interpersonales se tejan con el hilo conductor de tu amor misericordioso para vencer los “espíritus malignos” y permitir que tu Espíritu Santo conduzca nuestra vida hacia la plenitud. Amén.

IV Domingo.  Tiempo Ordinario. Ciclo B

III Domingo.  Tiempo Ordinario. Ciclo B

II Domingo.  Tiempo Ordinario. Ciclo B. 14 de enero del 2024

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