P. Luis Alberto De León Alcántara Email: albertodeleon_011@hotmail.com

Dios toma la iniciativa y sale al encuentro del hombre. Envía su Hijo al mundo para hacerse uno de nosotros. El Creador se vuelve criatura, se encarna, forma parte de nuestra humanidad. Se hace semejante a todos, menos en el pecado. El Dios lejano, ese que hablaba desde las nubes en el Antiguo Testamento, ahora se acerca, camina y pisa la misma tierra que el común de los mortales.

¡Qué Dios se haya hecho hombre, es el misterio más grande que tiene el cristianismo! Ninguna religión presenta esta realidad salvífica. Y aún más, es tan extraordinaria su grandeza, que es capaz de aceptar al hombre pecador, sanarlo y devolverle la libertad. Es la razón por la cual afirmamos que la Cuaresma es el signo más visible del acto fraterno de Dios, porque nuestro Salvador en vez de juzgarnos y hacer que paguemos nuestros delitos en lágrimas, muere por nosotros. Lleva nuestras culpas a la cruz sobre sus hombros y las deja clavadas por todo el género humano.

El hombre recibe en su corazón la verdadera imagen de Dios. Es decir, los mitos de un Ser malvado, cruel, que acusa día y noche, quedan superados con la pasión y muerte de Cristo, que con su sangre devuelve la dignidad al mundo, establece nuestra libertad y hace posible la comunicación entre Dios y el hombre, restableciendo la paz y la confianza en una vida mejor y eterna. Con Cristo, la esperanza vuelve a nacer, los miedos humanos comienzan a desaparecer. Las personas despiertan del sueño de la indiferencia, de la soledad, del pesimismo, y asumen un nuevo estilo de vida que ofrece la verdadera felicidad.

Es responsabilidad del hombre ser receptivo al mensaje divino. Pues, lo celestial siempre nos saldrá al frente. Dios nos ofrecerá su caridad sobre todas las cosas, no se fijará en nuestro pasado, tampoco se fijará en nuestras faltas. Solo nos animará para recordarnos que si caemos en el error, en confundir el sendero, y en dejar que nuestros caprichos personales sean nuestro norte, podemos levantarnos, mirada hacia el rostro de Cristo y acoger la humildad como el mejor camino para regresar a su amor infinito.

El Papa Francisco en una de sus homilías, decía: “Para la conversión nunca es tarde, pero ¡sí urgente!”. Porque cada paso que damos hacia Dios, es un sufrimiento menos en nuestra vida. Debemos, por tanto, confiar. Él siempre nos esperará. Su amor es paciente. Nos ama tanto que le gustaría ofrecernos todos sus dones y carismas sin tardanza. Mas, nos ha creado con libertad, ha colocado el bien y el mal delante de nosotros, para que la decisión de amarlo en conciencia y verdad cuente con nosotros. Por consiguiente, en el corazón de cada hombre se encuentra la opción, la decisión más importante de su vida, que es acoger con generosidad y presteza la bondad grandiosa de Dios, que nunca ha dejado de salir a nuestro encuentro.

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