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  • Primera Lectura. Jr 37, 1-6: “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”.
  • Salmo Responsorial. Jr 31, 10.11-12ab.13: “El Señor nos guardará como un pastor a su rebaño”
  • Evangelio. Mt 15, 21-28: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!; que se cumpla lo que deseas”.

«¡Ten compasión de mí, Hijo de David!». Es el grito de auxilio de un alma que necesita de Dios urgentemente… Es un gemido que viene de una profundidad sin fin. Sobrepasa en mucho la naturaleza, es el Espíritu Santo quien debe expresar este gemido en nosotros (Rm 8,26)… Pero Jesús le dice: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24)… y «No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. (Mt 15,26)… No podía poner a prueba a la mujer con más fuerza, ni ahuyentarla con más ímpetu. Ahora bien ¿qué hizo la mujer “rechazada” de esta manera? ¿Qué hace entonces la mujer? ¿decayó de ánimo al oír semejante respuesta? ¿se alejó? ¿abandonó su empeño y anhelos? Se dejó, cansó y se humilló ella misma hasta lo más hondo. Abajándose, humillándose. ¡NO!, ha mantenido la confianza y ha dicho: «Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».

Ella se llenó de fe y pidió con mayor fuerza. No lo hacemos así nosotros. Por el contrario, si no conseguimos lo que pedimos, desistimos al tiempo en que lo conveniente sería instar con mayor fuerza. ¿A quién no habría derrotado la palabra de Jesús? El silencio mismo del Maestro podía haberla hecho desesperar, pero mucho más semejante respuesta. Al ver que juntamente con ella eran rechazados los que por ella intercedían; y al oír que lo que pedía no era posible, podía esto haberla hecho desesperar. Pero no decayó de ánimo, sino que, viendo que sus abogados nada lograban, perdiendo laudablemente la vergüenza, tomó atrevimiento.

Bien sabía Cristo que ella iba a responderle así, y por eso difería el beneficio, para que apareciera públicamente la virtud de aquella mujer, pues si no pensara en concederlo, tampoco luego lo hubiera concedido ni a ella de nuevo la hubiera reprendido. Lo que hizo en el caso del centurión cuando le dijo: Yo iré y lo curaré, con el objeto que conociéramos la piedad del centurión y lo oyéramos decir: No soy digno que entres bajo mi techo; y lo que hizo con la mujer que padecía el flujo de sangre, cuando dijo: Yo he conocido que una virtud ha salido de mí, y lo que hizo con la samaritana para dejar ver que ella ni aun refutada desistía. Eso mismo hace ahora. Porque no quería que tan gran virtud de aquella mujer permaneciera oculta. En realidad, lo que Él le decía no era para reprenderla, sino para instarla a acercarse más y para ir descubriendo aquel oculto tesoro en su interior.

¿Qué le responde entonces Cristo?: ¡Oh mujer! ¡grande es tu fe! Por esto aplazaba el don, para que brotara semejante expresión de aquellos labios, y por este camino coronar a aquella mujer. Hágase como quieres. Como si dijera: tu fe puede hacer aun cosas mayores que ésta. Hágase, pues, como tú quieres. Estas palabras tienen parecido con aquella otras: Hágase el cielo, y el cielo fue hecho (Gn 1,3). Y su hija desde aquella hora quedó sana.

Tú también, querido hermano o hermana, si tu fe es grande, una fe viva de la que vive el justo (Rm 1,17), y no una fe muerta, sin alma, es decir, sin caridad, tú también obtendrás no sólo la salud completa de tu familia, de tu alma, sino tendrás poder para mover montañas” (Mt 17,20). Dios les bendiga mucho.

(Guía Litúrgica)

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