Domingo, 17 de marzo del 2024
- Primera lectura: Jr 31, 31-34: Pondré mi ley en su conciencia y la grabaré en su corazón.
- Salmo Responsorial: 50: ¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro.
- Segunda lectura: Heb 5, 7-9: Se convirtió en fuente de salvación eterna para todos.
- Evangelio: Jn 12, 20-33: El que quiera servirme, que me siga.
Color: MORADO. I Semana del Salterio
“El sentido de la muerte de Jesús”
El libro de la consolación: Jeremías ejerció su ministerio por un periodo aproximado de 40 años, desde su llamamiento en el decimotercer año del reinado de Josías (626 a.C.) hasta la caída de Jerusalén en el 587 a.C. En esas cuatro décadas profetizó bajo los cinco últimos reyes de Judá: Josías, Joacaz, Joacim, Joaquín y Sedequías. Fue uno de los períodos más cruciales del pueblo.
El imperio dominante era Babilonia. Cuando el rey Joaquín llevaba sólo tres meses de mandato, por iniciativa de su padre incumplió algunos acuerdos con los babilonios y no aceptó someterse en todo al poder imperial. Esto desató la ira de Nabucodonosor, rey de Babilonia, quien invadió Jerusalén y la destruyó con todo lo que tenía dentro, incluido el templo, por supuesto. Al verse perdido, Joaquín se entregó y fue encarcelado durante 36 años. Nabucodonosor buscó un lacayo fiel y lo encontró en Sedequías, hijo menor de Josías a quien nombró como rey de Judá.
Un gran número de personas, las más competentes y productivas en sentido económico, fueron desarraigadas de su patria y llevadas a Babilonia. Otras tantas, las menos competentes, las dejaron en Israel.
En todo este proceso, el profeta Jeremías fue siempre fiel a su pueblo. No hizo parte de los exiliados sino del resto de Israel que se quedó en Judea. Por enfrentarse a los reyes, fue procesado en varias oportunidades, encarcelado y maltratado. Aunque tuvo contacto constante con el poder, no fue un “lagarto”, ni un “camaleón” que buscara quedar bien librado sin que le importara la suerte de su gente, ni un anárquico que sistemáticamente rechazara todo lo que viniera del gobierno. Apoyó a algunos reyes cuando sus políticas buscaban el bienestar del pueblo. Sintió profundamente su dolor y buscó darle un mensaje de consolación y ánimo, tanto a los que se quedaron como a los exiliados.
Los expatriados vivieron el desarraigo de su tierra, la separación de sus familias, el sentimiento de abandono y la imposición de una nueva cultura dominante. Muchas personas que en Jerusalén pertenecían a la élite, en Babilonia fueron obreros rasos. Allí su nombre y tradición familiar no contaba; se veía qué sabían y cómo podían explotar su conocimiento para hacer más grande y poderoso el imperio.
Quienes se quedaron en Israel se encontraron sin gente preparada ya que a los más destacados se los habían llevado. Por ese motivo fueron apareciendo nuevos “gallitos” que asumían el poder con muy poca preparación, pocos deseos de servir y muchas ganas de mandar. Esto profundizó más la crisis. Los que se fueron y los que se quedaron se vieron sin templo y sin instituciones que garantizaran su sostenimiento como pueblo. Todo era un completo desorden.
En ese momento la experiencia de Dios no se podía basar en el templo ni en las demás instituciones, porque no existían. La gente conservaba la costumbre de ir a Jerusalén, pero sólo veía ruinas. En Judea quedó el pueblo ignorante; los sacerdotes, letrados y maestros de la ley no estaban. Pero esto, en vez de ser un impedimento para encontrarse con Dios, se convirtió en una oportunidad para experimentarlo de otra manera, más cercano y más asequible.
Jeremías les propuso una nueva alianza grabada no tanto en las tablas de la Ley como en el interior mismo de cada ser humano. De esta manera, para encontrarse con Dios no era necesario el templo de piedras sino la persona humana. Para conocerlo ya no eran esenciales los maestros que no estaban, sino abrir la mente y el corazón para recibir el perdón: “Porque todos me conocerán desde el mayor hasta el menor, cuando perdone sus culpas y olvide sus pecados”. (Jer 31,34).
Jeremías, como persona, nos enseña a ser fieles a Dios, al pueblo, y a buscar siempre el bien común, a descubrir la voz de Dios que supera nuestras estructuras religiosas, destruidas por los hombres o envejecidas por el tiempo. A estar siempre con la mente y el corazón abiertos para encontrarnos con Dios en la prosperidad o en la adversidad, en compañía o en soledad. Su experiencia nos muestra que para llegar a Dios no es esencial obedecer leyes porque están escritas, sino madurar nuestra conciencia y descubrir ahí su voz que nos cuestiona, nos transforma y nos anima a ser verdaderos hijos. Sin ser anarquistas podemos madurar como seres humanos y actuar, no porque existan leyes prohibitorias ni mandatos externos, sino por convicciones profundas que nos hagan abundar en bienes para todos los seres humanos, y siempre en favor de la vida. En palabras de Pablo Freire: “madurar hacia una concientización que no significa imposición de ninguna ideología, sino simplemente, ayudar a descubrir y a entender los mecanismos internos de la realidad”.
El sentido de la muerte de Jesús: Como sabemos, los evangelios no son una biografía de Jesús, sino una confesión de fe en Jesús, el Mesías. Es decir, las comunidades cristianas que creían en Jesús, lo confesaron como su Salvador. Su vida, su muerte y resurrección, fueron salvadoras, así como la presencia de su Espíritu en medio de la comunidad.
A la luz de la resurrección y con la fuerza del Espíritu, las comunidades elaboran el Evangelio para animar la vivencia auténtica de la fe. El evangelio de hoy es una interpretación de las comunidades que elaboraron el Cuarto Evangelio (o evangelio según san Juan) sobre la muerte de Jesús. No es la dulcificación de la muerte ni el ocultamiento de toda su realidad existencial, con todo el dolor que produce. Como dijo el poeta Antonio Machado: “un golpe de ataúd, es algo perfectamente serio”.
Jesús vivió el dolor serio y espantoso de la muerte, como bien lo dice la segunda lectura: “Con gritos y lágrimas presentó oraciones y súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte” (Hb 5,7).
La muerte de Jesús no fue un designio de Dios como si se tratara de un Padre sádico que se complace al ver morir a propio su Hijo. Jesús no buscó su muerte; buscó una vida digna, que se hacía posible con el Reinado de Dios y su justicia. Su compromiso por la justicia del Reino hizo que quienes manejaban las estructuras destructoras de la dignidad humana, lo vieran como enemigo y lo condenaran a muerte. Él no buscó la muerte, pero la asumió como consecuencia de su lucha por la vida y como paso para la victoria final.
La cruz y la muerte, como dijo Leonardo Boff: “fueron consecuencia de un anuncio cuestionador y de una práctica liberadora. Él no huyó, no dejó de anunciar y atestiguar, aunque esto lo llevara a tener que ser crucificado. Continuó amando a pesar del odio. Asumió la cruz en señal de fidelidad para con Dios y para con los seres humanos”. Por eso la muerte de Jesús genera vida, como el grano de trigo que da fruto cuando cae en tierra y muere. Toda la vida de Jesús fue un constante entregarse, un constante “perder” la vida para ganarla.
Jesús pasó de la simple animalidad cerrada y centrada sobre sí misma, a la humanidad abierta al amor de Dios y a los hermanos. Del mero instinto de autoconservación al amor que entrega la vida. Estamos hablando del centro del mensaje de Jesús: entregar la vida por amor, ser capaz de negarse a sí mismo, a los intereses personales, no pocas veces egoístas de todo ser humano, para pensar en plural.
Morir, en este sentido, no es solamente el último suspiro. Es toda la vida entregada por causa del Reino, que enfrenta los riesgos del compromiso y que se va desgastando hasta sucumbir en un límite último. Por esto decimos que la muerte de Jesús no fue una hecatombe total o un triunfo definitivo del mal; no fue derrota, fue triunfo sobre las fuerzas desintegradoras de la humanidad.
¿Dios se glorifica con la muerte de Jesús? SÍ. Pero no porque necesite ver sangre para calmar su ira. No porque el sacrificio del hijo sea el único capaz de calmar la enorme ira de Dios causada por el pecado de los hombres, como muchas veces se ha interpretado y aún se sigue interpretando en algunas sectores de la Iglesia. ¡Dios no envió a su hijo para que lo mataran! ¿Acaso creemos en un Dios sádico? Dios envió a su hijo al mundo para dar testimonio de la verdad, para llevarnos a la verdadera vida en el amor, para que fuéramos capaces de amar y servir, y de construir nuevas relaciones entre personas y grupos. Dios se glorifica en la muerte de Jesús porque su muerte fue consecuencia lógica de su entrega por una humanidad libre y digna, porque no renunció a la verdad a pesar de correr peligro y porque fue fiel a su proyecto de salvación en defensa de los más pobres. Jesús glorificó al Padre con su muerte porque amó hasta el final, porque aún en la más cruel humillación no dejó de amar y de comprender a los seres humanos que, sin superar su animalidad no sabían lo que hacían: “Perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Jesús glorificó a Dios porque vivió como vivió y murió como murió, por su fidelidad, por su entrega, por su amor.
Según el Antiguo Testamento, a quien colgaban de un madero lo consideraban maldito (Dt 21,22-23). Jesús crucificado era un maldito, pero en verdad era un bendito. Era un derrotado por el poder, pero en el fondo él lo derrotó en su propio interior. Era un perdedor, pero en el fondo era un ganador porque le ganó la batalla a la mentira, porque vivió plenamente su condición de hijo. Era una miseria, pero en verdad, nos mostró lo que significaba la verdadera dignidad humana.
¿Dónde está, Pilatos, tu poder? ¿Dónde quedó, Anás, tu “dignidad” sacerdotal? ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Aparentemente, lo vencieron, pero fue él quien venció porque vivió sin codiciar, amó sin reservas y murió sin odiar. Padeció la muerte que únicamente daban a los esclavos y bandidos, pero ¿acaso ha existido sobre la faz de la tierra un hombre tan libre como él?
“¡Padre, glorifica tu nombre”. Entonces se oyó una voz del cielo: “Ya lo he glorificado, y lo volveré a glorificar”.
Oración
Oh Dios, Padre, fuente de vida, de amor, de libertad y dignidad. Te bendecimos por el testimonio profético de Jeremías a favor del pueblo, de los pobres, de los más necesitados. Gracias por su experiencia de fe que abre nuevos caminos, siempre a favor de la vida. Te glorificamos, te bendecimos, te damos gracias por Jesús, Hijo tuyo y hermano mayor de nuestra familia. Gracias por su entrega total, con su palabra, con su trabajo, con su testimonio, con su exposición al peligro defendiendo la justicia y, finalmente, con su muerte como expresión máxima del amor por una vida digna para todos.
Te pedimos Padre, que grabes tu Ley en nuestros corazones, en nuestras conciencias, para que comprendamos cada día nuestro ser y quehacer, según tu plan de salvación, para que descubramos cómo ser fieles a ti, a nosotros mismos, a nuestro mundo, a nuestro anhelo de plenitud, de vida, de alegría, de felicidad, en armonía contigo que eres fuente y culmen de todo bien.
Manifestamos nuestro anhelo de adherirnos totalmente a Jesús, a su Palabra, a su Causa, a su lucha, a su proyecto salvífico. Queremos vivir, compartir cada día, trabajar, luchar y vencer, inspirados y conducidos por la fuerza del Espíritu. Queremos glorificarte con nuestras palabras y acciones, con una vida recta, digna y libre, siempre dispuesta a servir y a amar. Te entregamos nuestra vida, todos nuestros anhelos y proyectos, todo lo que pensamos y hacemos cada día. En todo queremos glorificarte, bendecirte, experimentar tu gracia y tu bendición y ser testigos ante el mundo de tu acción salvífica. Bendito seas Dios, Padre… bendito seas Jesús… bendito seas Espíritu Santo… Amén, Amén, Amén…
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