• Primera lectura: Ecl 3,2-6. 12-14: “Honrar a padre y madre”.
  • Salmo Responsorial: 127: “Comerás del fruto de tu trabajo”.
  • Segunda lectura: Col 3, 12-21: “Revístanse de sentimientos de compasión”.
  • Evangelio: Lc 2, 22-40: “El niño iba creciendo y fortaleciéndose”.

Fiesta. Color: BLANCO

Neptalí Díaz Villán

¿Puede la familia de Nazareth ser ejemplo para las familias de hoy? Cuando, desconociendo el evangelio, vemos la familia de Nazareth a través de las gafas prestadas por las escuelas filosóficas con visiones sesgadas del ser humano, dudo mucho que sea un ejemplo para nuestras familias. 

Digo esto porque durante los primeros siglos del cristianismo, y ante las críticas displicentes por parte del mundo intelectual, algunos cristianos: Clemente de Alejandría, Gregorio Nacianceno, Dionisio Areopagita, Orígenes, más tarde San Agustín, etc., se dieron a la tarea de buscar un fundamento filosófico a la fe; para esto se echó mano de la filosofía griega.

Con el peso filosófico mucha gente reticente abrazó la fe, pues se presentó al cristianismo como una religión que prometía tomarse el mundo occidental y por lo tanto valía la pena unirse a ella.

Los misterios órficos, así como la filosofía de Plotino, Platón, Maniqueo, Aristóteles y otros pensadores griegos, se acomodaron de tal manera a la ya constituida religión cristiana, que el evangelio pasó a un segundo plano, siempre leído e interpretado a través de los códigos filosóficos a los cuales tenían acceso los clérigos, casta que surgió cubierta de un aureola de santidad para darle más solemnidad a la religión.

A estos padres de la Iglesia no hay duda que debemos una gran admiración y respeto, pues entregaron su vida por Cristo con toda diligencia. Pero también la Iglesia, como un organismo vivo, debe renovarse teniendo en cuenta los signos de los tiempos y a la luz del evangelio. Según la filosofía griega cristianizada, lo fundamental en el ser humano era el alma; el cuerpo, una cárcel de la que era preciso liberarse. La  materia y todo lo terreno eran vistos como algo negativo que perturbaba la mente y condenaba el alma. El trabajo del hombre era mantener el alma pura, incontaminada de la materia, buscando siempre volver al jardín de los dioses, Zeus para los griegos, el Paraíso del cual estaba desterrado  a causa del pecado de Adán, según la interpretación cristiana.

Partiendo de esta ideología se le acomodó a la familia de Nazareth un halo de beatitudes celestiales, que la alejaban del mundo: José su padre, adoptivo por supuesto, fue además célibe o, a lo sumo, un viejito que ya no tenía alientos para “hacer pecar” a María. María su madre tenía que ser inmaculada, es decir, sin ninguna clase de pecado y por supuesto, virgen antes, durante y después del parto. ¡Claro! Porque se trataba del niño Dios y Él no podía vivir en una familia cualquiera, contaminada con las cosas mundanas.

No sé si una familia tan desencarnada y con tantas cosas superficiales que no pertenecen al núcleo de la fe, pueda ser un testimonio para hoy. Pero cuando nos acercamos más al evangelio y descubrimos la vida sencilla de estos personajes normales, creo que podemos contemplar con gozo la grandeza del Dios que nos salva, manifestado en la familia de Nazareth.

En el evangelio de hoy se nos presenta a la familia de Jesús viviendo la cotidianidad de cualquier familia judía de su tiempo. Lucas 2,22s la muestra cumpliendo con la purificación exigida en la ley de Moisés (Lev 12,1s). Se trata de una familia pobre. El evangelista no le puso grandes y pomposas celebraciones, con sacrificios de novillos cebados al mejor estilo de los acomodados de la época. Si se trataba de la Sagrada Familia, podría decir una dama distinguida de aquel entonces: “¡Por favor! Si es el hijo de Dios, el salvador del mundo, qué cursi se ven esas dos tórtolas y los dos pichones”. Pues eso fue lo que ofrecieron; lo permitido por la ley para las familias más sencillas (según Lev 12,8).

Visto desde un romanticismo bucólico, podríamos expresar ante esta escena: “¡Qué linda la familia de Nazareth llevando dos tortolitas y dos pichoncitos ante el altar de Dios! Imagínense la santidad con la que esta familia iría al templo, ¡qué hermoso!” Pero, si analizamos el contexto, no parece muy sencillo, pues eso significa que hacían parte de la gran masa de pobres que vivía en Israel.

Pasaron trabajos, llevaron una vida austera, pero eso no significa que en el interior de la familia existiera violencia, maltratos, injusticias, abandono, infidelidad y todo ese tipo de conflictos que viven muchas de nuestras familias. En esta familia, no obstante las limitaciones de las que habla el evangelio, se cumplía la Ley, y por lo tanto, vivían la alianza con Dios; participaban en el culto y solucionaban cariñosamente sus impases. 

Cuando, infortunadamente, vemos cómo muchas familias por exceso o por defecto, son el semillero de corruptos, delincuentes, antisociales “de ruana o de corbata”, que destruyen la humanidad, se nos muestra hoy el testimonio de la sencilla familia donde Jesús “fue creciendo, robusteciéndose y llenándose de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba”  (Lc 2,40). 

La familia de Nazareth fue el espacio propicio para que Jesús se formara integralmente. Su familia le ofreció la posibilidad de crecer, robustecerse y llenarse de la sabiduría de Dios. Nuestras familias ¿nos ofrecen esto? ¿Estamos formando hijos capaces de amar y servir generosamente, alegres y con fe en la vida? ¿Somos felices en nuestra familia, aunque a veces no haya sino un par de tórtolas y dos pichones para ofrecerle a Dios? En medio de nuestras limitaciones económicas, ¿estamos dispuestos a dar algo? Recordemos que nadie es tan pobre que no pueda dar, ni tan rico, que no necesite recibir. Con nuestro testimonio como padres y como hijos de familia, ¿despertamos la esperanza de liberación en nuestros pueblos, tal como la despertó la familia de Jesús ante Simeón y Ana? ¿Cómo familias somos levadura en la gran masa, generadores de una nueva humanidad y los constructores de vida?

Oh Dios, Padre, te bendecimos por el hermoso testimonio de la familia de Nazaret. Gracias porque en la humildad de su vida y de su fe profunda, manifestaron la auténtica grandeza humana e inspiraron a su alrededor sentimientos de esperanza en la liberación del pueblo. Gracias porque hoy siguen brillando como antorcha, siempre dispuesta a iluminar nuestro camino familiar.

Hoy te presentamos nuestras familias, con sus luces y sus sombras. Te pedimos perdón porque a veces nuestros hogares no son el espacio donde se genera vida, alegría y amor. Te pedimos perdón porque a veces convertimos nuestras casas en lugares fríos o en campos de batalla, de competencia, de malicia y de mezquindad. Ayúdanos a purificar nuestro interior para construir familias llenas de vida.

Danos la capacidad para superar obstáculos, conflictos, resentimientos y todo tipo de realidades que amenazan nuestra estabilidad familiar. Ayúdanos a vivir la experiencia del perdón, la reconciliación y la paz.

Te pedimos que nuestras casas sean auténticos hogares, donde se experimente la calidez, la fraternidad, la solidaridad y la vida abundante que tú inspiras en nuestros corazones. Que en nuestras familias todos crezcamos en sabiduría y amor; que experimentemos cómo tu gracia nos conduce, nos protege, nos fortalece, nos llena de fuerzas para luchar y de ganas de vivir a plenitud. Que seamos un vivo testimonio de vida, de júbilo, de caridad, de fe, de esperanza y cantemos con gozo la alegría de la salvación. Amén.

Solemnidad de la NATIVIDAD del Señor

IV Domingo. Tiempo de Adviento. Ciclo B

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