• Primera lectura: Jos 5,9-12: Aquel año comieron de los que producía el país.
  • Salmo Responsorial: 33: Mi alma se gloría en el Señor.
  • Segunda lectura: 2Cor 5,17-21: El que está unido a Cristo es un nuevo ser.
  • Evangelio: Lc 15,1-3.11-32: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo.

Color: MORADO

Neptalí Díaz Villán

Fin del oprobio: la pascua empezó con una comida y terminó con otra. La primera (Ex 12) marcó el inicio de un largo y peligroso recorrido por el desierto. Llevaba consigo el riesgo, la firme esperanza y la audaz decisión de liberarse de la esclavitud y encontrar algo mejor para vivir: una tierra que manara leche miel. Fue un pesado camino que duró cuarenta años, tiempo que no es cronológico sino simbólico. Cuarenta es un número global que enmarca lo necesario para que un proyecto madure, se consolide y se puedan lograr buenos resultados. Pasaron por muchos problemas: hambre, sed, cansancio, muertes, protestas contra Moisés y hasta deseos de volver a Egipto donde por, lo menos, tenían comida y bebida, aunque fueran esclavos. Mucha gente murió, entre ellos su líder Moisés; pero, por fin llegaron.

La segunda comida (Josué 5) fue un cierre con broche de oro al largo recorrido por el desierto y la inauguración de la nueva vida. Marcó el fin del oprobio de Egipto y el inicio de la libertad. Atrás quedaron Egipto y el maná, o sea, la esclavitud y el desierto como camino de peregrinación.

Llegaba una nueva etapa con nuevos retos. Habían alcanzado la independencia; ahora debían constituirse como pueblo libre y ser fieles a la alianza con el Dios que los había acompañado durante todo el camino y borrado el oprobio de Egipto. En la Pascua que celebrarían cada año debían hacer memoria de todos los acontecimientos salvíficos de Dios a favor de su pueblo. Debían comprometerse con Dios y con sus hermanos, a vivir en continua alerta, pues podrían aparecer en cualquier momento otros faraones con deseos de esclavizar, otros verdugos dispuestos a maltratar y hombres débiles, presa fácil de los mezquinos intereses de los explotadores. La fidelidad a la alianza implicaba la lucha constante contra todo tipo esclavitud, y el firme compromiso de trabajar la tierra para que manara leche y miel y para que todos tuvieran derecho a deleitar sus frutos.

Un Padre con entrañas de madre: cuando a Albino Luciani, conocido en su tiempo como el papa de la sonrisa, Juan Pablo I, se le ocurrió decir que Dios era Padre y Madre, algunas personas defensoras de la pulcritud e inerrancia de la religión mostraron su preocupación. El temido cardenal Joseph Auer Ratzinger dijo, muy ofuscado, a los medios de comunicación que ni siquiera el papa tenía derecho a cambiarle de sexo a Dios.

Hay que reconocer que la cultura patriarcal en la cual nació y se desarrolló nuestra fe judeocristiana nos ha dejado un gran vacío afectivo en cuanto a la figura de la deidad femenina, que tienen otras religiones. Las ciencias modernas han descubierto que todo ser humano tiene dentro de sí las dimensiones masculina y femenina; desconocer esa realidad no es saludable. Si por fe afirmamos que somos imagen y semejanza de Dios, no podemos desconocer su dimensión femenina.

Cuando O’gdon Ondo llegó a Bogotá como exiliado político, procedente de Guinea Ecuatorial, un país centroafricano con muchos conflictos, magna herencia que los europeos han dejado por todo el mundo, no había visto ni escuchado a Michael Jackson, el famoso cantante de Pop. De pronto, vio en la televisión un video musical en el cual Michael Jackson bailaba y cantaba. A O’gdon le llamó la atención la forma de bailar del cantante “blanco” y le dijo a su compañero de exilio, con quien compartía el cuarto: “Mira, ese cantante es un blanco con sangre de negro; ¡es que ese estilo de bailar y cantar es propio de los negros…!”

Al contemplar la hermosísima parábola de hoy descubrimos que el Padre misericordioso, tiene unos sentimientos profundamente maternales. Podríamos decir que es un Padre con entrañas de Madre.

Por algo el conocido pintor Rembrandt dibujó en su famosa obra, “El regreso del hijo pródigo”, uno de los brazos del Padre con características de mujer. Ahí la humanidad del hijo pródigo, y en él la humanidad entera que vuelve a casa, se ve cubierta por un brazo paternal y otro maternal: los brazos de Dios Padre-Madre, como dijo nuestro desaparecido Papa Juan Pablo I.

Puede ser que no nos cuadre mucho la idea de un Dios con rostro femenino, pero nuestra gente lo maneja sin darse cuenta. “En el imaginario cultural popular, el referencial de una antigua diosa, tanto más poderosa cuanto más próxima a las personas sufrientes e injusticiadas, posibilita constantes resignificaciones de la cultura y de la religión, y alimenta la actuación en la historia. Sea invocando a Pacha Mama, Iemanjá o a la Virgen María, es cada vez más, una divina misericordia la que desmonta el sexismo prepotente y afirma una relación de amor con Dios. En las representaciones de Nuestra Señora, Morenita, India o Negra, se expresa la gran Madre de la Compasión, íntimamente próxima y protectora, a cuyo poder las personas excluidas tienen pleno acceso”.

Qué alegría saber que creemos en una Divinidad que es Padre y Madre de misericordia y que en esa Divinidad nosotros, sus hijos e hijas, podemos integrar a nuestras vidas tanto la dimensión masculina como la femenina, y desarrollarnos de manera armoniosa como seres humanos. Además de la confianza absoluta que nos motiva a retornar alegremente a la casa de Padre y Madre Dios, esta realidad tiene que hacernos replantear muchas estructuras actuales en diferentes campos de nuestro camino de fe.

Tres maneras de ser: tenemos la posibilidad de ser como hijo menor, como hijo mayor o como Padre Madre de misericordia. Como hijos menores podemos minusvalorar el gran amor de Dios, abandonar su casa, sus caminos y su proyecto, y derrochar irresponsablemente lo que Él nos ha dado, exponiéndonos de esta manera a recibir una gran frustración, como consecuencia de nuestros actos irresponsables. Vale la pena preguntarnos cuántas veces hemos actuado como el hijo menor y cuántas frustraciones hemos tenido. Vale la pena en esta Cuaresma tomar una decisión inteligente: volver a la casa del Padre Madre, con la absoluta certeza de encontrar acogida y con un profundo deseo de transformarnos a su imagen.

Como hijos mayores corremos el riesgo de ser muy cumplidores de todas las “órdenes” del Padre Madre, pero no tanto con el amor agradecido de un hijo que se siente amado, ni con la alegría de hacer realidad la voluntad salvífica de Dios, sino con la mezquindad de quien sólo busca su propio interés y trabaja para lograr sus vanas pretensiones. Podemos desconocer nuestra limitación humana, creernos buenos por seguir estrictamente todos los preceptos y dogmas de una institución, y con el derecho de juzgar a quienes consideramos malos e indignos de retornar a la casa de Dios. Pero esconder tras ese socarrón halo de santidad, una gran amargura por no hacer lo mismo, detenido por miedo al castigo y por no perder una vana pureza religiosa que esconde en el fondo la más sutil y frustrante infelicidad.

Del hijo menor sabemos que retornó y disfrutó de la fiesta; no sabemos si después se integró completamente a las actividades de la casa. Del hijo mayor no sabemos si al fin decidió entrar o prefirió hacer caso a su vanidad religiosa, autoexcluyéndose definitivamente del gran banquete del Reino que es para todos. La respuesta la tenemos nosotros, como comunidad creyente.

De alguna manera, en algún momento de nuestras vidas actuamos como el hijo menor y en otros momentos lo hacemos como el mayor. ¿Cuándo, cómo, dónde, con quiénes y en qué circunstancias hemos actuado así? Vale la pena evaluar seriamente nuestra vida de fe. Nos estamos jugando la participación en el gran banquete del Reino.

Finalmente, ojalá avancemos y maduremos como seres humanos para llegar a ser verdaderas imágenes de Dios Padre y Madre con entrañas de misericordia.

Padre de misericordia, bondad infinita, fuente inagotable del amor, de la alegría y de la perpetua felicidad. En Ti nos refugiamos en este día con la absoluta certeza de sentirnos acogidos, amados, perdonados y, en tus grandes manos, conducidos irreversiblemente a la plenitud de nuestra vida.

Reconocemos que muchas veces hemos actuado con mezquindad y hemos desoído tu voz que grita desde lo profundo de nuestros corazones. Muchas veces hemos actuado con el orgullo, la prepotencia y la autosuficiencia del hijo mayor. Muchas veces hemos actuado con el irrespeto y la irresponsabilidad del hijo menor. Hemos sido egoístas, altaneros, envidiosos, indiferentes al dolor humano… y víctimas de nuestros propios errores, caídas y equivocaciones.

Hoy te pedimos que limpies nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestro espíritu, nuestros sentimientos y pensamientos, todo nuestro ser. Queremos ser auténticos hijos tuyos y manifestar la grandeza de tu amor misericordioso con nuestras obras y con nuestras palabras. Queremos que arranques de nosotros el oprobio de Egipto, la esclavitud a la que muchas veces nos lleva nuestra frágil humanidad, presa del pecado.

Queremos dejar atrás todo lo que nos esclaviza y ser, en Cristo, nuevas creaturas. Queremos experimentar que todo lo antiguo, toda nuestra condición de esclavitud ha sido superada y que todo ahora es nuevo en tu amor misericordioso manifestado plenamente en Jesucristo. Todo lo antiguo ha pasado, en Cristo somos nuevas criaturas. Abrimos toda nuestra vida para que Tú tomes posesión de ella, para que nos reconcilies internamente, sanes nuestras heridas y nos des la plenitud de paz y del perdón. Amén.

III Domingo.  Tiempo Cuaresma.  Ciclo C

II Domingo.  Tiempo Cuaresma.  Ciclo C

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