P. Luis Alberto De León Alcántara Email: albertodeleon_011@hotmail.com

La Cuaresma es un camino de fe. En ella, todos los cristianos vamos siguiendo de cerca las huellas de Jesús. El Maestro, en este tiempo, nos muestra con sus gestos, palabras y acciones lo que tenemos que hacer para ser verdaderamente discípulos suyos. De aquí que para entrar en la profundización y el sentido propio de la Cuaresma sea precisamente necesario la apertura al Hijo de Dios, y seguir el sendero de la santidad que nos propone para luego lograr llegar a la resurrección.

En la Cuaresma Jesús va al monte Tabor y delante de Pedro, Santiago y Juan se transfigura, es decir, cambia de aspecto. Les permite ver a sus discípulos más cercanos el premio que concede el Padre Celestial a los que perseveran y se mantienen fieles a las enseñanzas cristianas. Aunque esta transfiguración es un delante de la promesa de Dios hecha a los que con firmeza no rehúyen a la cruz, al sufrimiento, al dolor, a la crueldad y al sacrificio por amor a Jesucristo.

Por eso, en estas cinco semanas de reflexión que nos presenta la Cuaresma, es importante sobre todo, la transfiguración personal, dejarnos transformar por su gracia y por su perdón. De aquí entonces, la razón del ayuno, la oración y la penitencia, que no es más que lograr que nuestra vida sea diferente; entrar en contacto con nuestra propia realidad y descubrir donde estamos y hacia dónde tenemos que ir. Esto significa, en definitiva, que las prácticas cuaresmales es darle el permiso a Dios para que coloque las cosas en nuestra vida donde van, haciendo posible que podamos creer en el ámbito espiritual.

Cuaresma es cambio del corazón recibido por los fieles cristianos cuando dejamos a Dios ser Dios en nuestras vidas. Es la metamorfosis que nos lleva a la felicidad verdadera y plena que ofrece el Creador del Universo. Es además, la frescura sentida en el alma cuando dejamos que Dios camine a nuestro lado, cuando nos ilumina con su misericordia y con su generosidad, cuando ya no sentimos miedo y angustia y somos capaces de repetir como san Pio de Pietrelcina: “Ora, espera y no te preocupes”. Y lo hacemos, precisamente, porque Él sabe lo que hace y nosotros no debemos dudar de sus planes y proyectos.   

Que comiencen a notarse entonces nuestros pequeños pasos hacia la conversión, hacia el reconcomiendo de nuestra necesidad del Creador. Sincerémonos con nuestro yo pecador y seamos capaces de permitirle a Dios que entre a nuestra morada, a nuestro castillo interior, como solía decirle santa Teresa de Jesús, para llenarnos de su luz y poder de este modo, despertar y darnos cuenta de su aprecio y del cariño que siempre nos ha tenido desde comienzo de la creación, y con los sentimientos en las manos podamos decirle: “Gracias por tu inmenso amor y por transformar mi corazón”.

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