La fe, si no se traduce en obras, está completamente muerta.
Domingo, 15 de septiembre de 2024. IV Semana
- Primera lectura: Is 50, 5-9a: El Señor me abrió el oído.
- Salmo Responsorial: 115: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
- Segunda lectura: St 2,14-18: Yo, con las obras, te probaré la fe que tengo.
- Evangelio: Mc 8, 27-35: Paradoja cristiana: perder para ganar.
Color: VERDE
“Fe y Obras”
Cesarea de Filipo era una localidad al pie del monte Hermón, sobre la fuente principal del río Jordán. Desde tiempos antiguos se le rendía culto al Dios Baal, hasta que con la conquista de los griegos se empezó a adorar al dios Pan. Por eso la ciudad adoptó el nombre de Paneas y a su santuario se le llamó Panión. El Rey seléucida Antíoco III (de cultura helénica) libró y ganó allí la batalla definitiva contra los Ptolomeos y se quedó con el poder de Palestina, en el año 200 a.C.
Herodes el Grande, reyezuelo sujeto a los romanos, que tenían el poder desde el año 63 a.C., edificó allí un templo de mármol dedicado al emperador Augusto César, quien le había cedido la ciudad. Posteriormente el tetrarca Felipe, hijo de Herodes el Grande, durante el reinado del mismo emperador le dio el nombre de Cesarea de Filipo, para diferenciarla de Cesarea de Palestina, y para dejar su propio nombre.
El evangelio que leemos hoy nos presenta a Jesús en camino hacia Cesarea de Filipo. Una tierra con mucha influencia no judía y con toda una historia de luchas por el poder.
En el Nuevo Testamento es muy simbólico presentar a Jesús en esa actitud con sus discípulos. El discípulo es el que hace camino con el Maestro. Lo que Jesús ofrece, más que una meta, es un camino para ser más humano delante de Dios y de los hermanos.
Durante el recorrido era necesario clarificar algunas cosas. Tanto para los primeros discípulos de Jesús, como para las primeras comunidades cristianas, a quienes está destinado el evangelio, y para nosotros, es importante saber qué se dice acerca de Jesús.
“¿Quién dice la gente que soy yo?”, les preguntó Jesús. En aquella época unos decían que era Juan Bautista, otros que Elías u otro de los profetas. Hoy la gama de respuestas es aún más variada. Esa pregunta ha hecho correr ríos de tinta y hay tantas cristologías como para volverse loco, si uno no está con los pies sobre la tierra. Algunos creen en Jesús y lo aceptan como su salvador; otros lo ven como un personaje más de la historia; otros como un guerrero que quiso tomarse el poder y no pudo; inclusive hay quienes lo ven como un impostor que se atribuyó el título de Mesías sin serlo y que murió como debía morir.
Hay muchos estudios de algunos especialistas acerca de Jesús: psiquiatras que analizan su inteligencia, médicos que investigan las causas físicas de su muerte, psicólogos que estudian su capacidad de amar, y paleontólogos que buscan la tumba para hallar sus huesos. Hay curanderos que dicen tener sus poderes, exorcistas que aseguran ser capaces de expulsar siete demonios en su nombre, y pitonisas que adivinan la suerte invocando su espíritu. Hay sociólogos, filósofos y teólogos, hippies, caminantes y vagos, artistas, metafísicos y espiritistas… Hasta curas que se atreven a decir que actúan “in persona Cristi capitis” (en la persona de Cristo Cabeza) y otros más atrevidos que se denominan sus vicarios, y, como tal, exigen que sus palabras deben ser tomadas como infalibles. Unos enfatizan en su carácter de protestante, otros en su autoridad o en su vida interior, en sus reflexiones existenciales, o en sus milagros… en fin… aquí hay de todo, como en botica.
Responder a esta pregunta es importante y necesario en nuestro proceso como discípulos. Pero hay otra que va más allá: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Los primeros discípulos quedaron callados ante esa pregunta. Era más fácil responder la primera, pues se trataba de un conocimiento intelectual acerca de lo que decían. Pero para responder a ésta se necesitaba todo un discernimiento interior. No solamente una respuesta desde la razón sino desde el corazón. Desde los sentimientos que les hacía brotar, y las esperanzas que despertaba en ellos, desde la ligera certeza de sentirse acompañados por un hombre de Dios, hasta la convicción de estar caminando con el Mesías.
Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) nos dicen que fue Pedro quien se atrevió a responder: “Tú eres el Mesías”. El Mesías encerraba todas las esperanzas del pueblo de Israel desde los tiempos de David. Todos esperaban un guerrero que reconquistara la tierra y los liberara del dominio extranjero, en ese momento, de Roma.
Seguramente, descubrir a Jesús como el Mesías les produjo mucha alegría. Según sus esperanzas, eso quería decir que ellos dejarían de ser personajes del montón y pasarían a ser parte de la cohorte del nuevo rey de Israel. Nada mal para unos pescadores acostumbrados a pasar por el mundo “sobreviviendo”, como dice la canción.
Pero como decían nuestros viejos: “no sabían lo que le iba pierna arriba”; pues compartir la vida con el Mesías más que un privilegio era un compromiso muy peligroso. Las circunstancias históricas eran muy adversas. Las estructuras sobre las que estaba montado el mundo se resistirían al cambio con todas sus fuerzas. Jesús, que de tonto no tenía nada, sabía con toda seguridad que no iba a ser fácil enfrentar ese mundo estructuralmente injusto y perfectamente corrompido. Por eso fue muy claro con sus compañeros de camino: al Hijo del Hombre lo van a hacer sufrir, lo van a procesar, a condenar y ejecutar. Sólo después vendría el triunfo.
Pero faltaba otra cosa muy importante: El mesianismo de Jesús no era nada parecido a la concepción del Mesías guerrero, poderoso triunfador, que ellos esperaban. Su trabajo empezaría desde las bases, no desde las estructuras, desde el servicio, no desde el poder. Y sus aspiraciones no eran precisamente tomarse el poder, sino unir a más personas para vivir en comunidad y constituir una familia unida, no tanto por medio de lazos sanguíneos sino por el amor de Dios que nos hace hermanos con igualdad de deberes y derechos.
Y, como es natural, cuando se trata de brindar, de estar con el ganador y de ser ganadores, todo el mundo está ahí. Cuando un equipo de fútbol es campeón, le salen hinchas de los sitios más recónditos y lucen la camiseta con orgullo. Pero cuando se trata de enfrentar peligros, persecuciones e inseguridades, como dice el refrán: “ahí empieza Cristo a padecer”. Y cuando se estrellaron con que lo que buscaba el Nazareno no se parecía en nada a sus anhelos de poder, fama y privilegios, la decepción fue aún más grande. Fue Pedro quien trató de disuadirlo para que no fuera así. ¡Claro que era un honor y una gran noticia estar con el Mesías! Pero con el que ellos tenían en la cabeza, no con el que tenían al frente.
Porque Pedro era como nosotros, que, normalmente, preferimos quedarnos tranquilos en nuestras cómodas poltronas rezando y alabando a Dios. Confesar nuestra fe con palabras no nos cuesta mucho. Hoy en día no matan a nadie por decir que es cristiano. Pero cuando se trata no sólo de decir que somos cristianos sino de ser cristianos, de buscar la justicia de Dios en un mundo estructuralmente injusto, eso no es tarea fácil. Y cuando comprendemos que debemos enfrentar nuestro propio mundo interior, nuestra búsqueda de seguridades personales y hasta nuestro propio egoísmo. Cuando debemos reconocer que también dentro de nosotros habitan un tirano y un terrorista, un mico, un gato, un perro, un ratón y todo un zoológico peligroso, y que primero debemos cambiar nosotros antes de pretender cambiar el mundo, eso toca nuestras fibras internas y de pronto aparecen muchos reparos, como le pasó a Pedro.
Es necesario dar una respuesta y estar dispuestos a asumir el compromiso que lleva consigo dicha respuesta. Si Jesús para nosotros no es más que un personaje de la historia, con una vida chévere, no hay mucho que hacer. Pero si lo confesamos como Mesías, como el camino, la verdad, la vida, como el Pan vivo bajado del cielo, es necesario estar dispuestos a seguirlo hasta el final. A negarse a sí mismo y cargar la cruz.
De ninguna manera se trata de negarnos como individuos, ni de negar los valores humanos por los que tanto luchó la modernidad.
Es negar la construcción de la vida a partir del egoísmo y del individualismo, puesto que eso nos llevaría irremediablemente a la frustración de nuestra naturaleza humana. Tomar la cruz no es sinónimo de masoquismo, ni de resignación. No es huir del mundo externo o interno, para refugiarnos luego en una dimensión desconocida. Es enfrentar la vida tal como viene, aceptar nuestra realidad histórica con sus luces y sus sombras, y trabajar porque cada vez haya menos crucificadores y crucificados en este mundo. Seguirlo es caminar con Él hasta el final y asumir la vida sin escapar de ella, sin drogas ni pretextos alienantes. Es entregarlo todo por el Reino de justicia, amor y verdad, aún sabiendo que se corre el mismo peligro que corrió Jesús.
¿De qué sirve confesar a Jesús como Mesías si luego estamos poniendo reparos y nos quedamos sólo en los discursos? Aquí no se trata sólo de confesar la fe de palabra. Pues, como dijo Santiago (segunda lectura – St 2,14-18): “la fe si no produce obras es una fe estéril”.
Oración
Padre Dios, creemos firmemente en tu voluntad para salvarnos. En medio de nuestra realidad humana, de nuestras caídas y equivocaciones, de nuestros conflictos y dificultades, creemos firmemente en tu ayuda y protección. Sabemos que tú nos escuchas cada vez que te aclamamos; tú nos levantas, nos fortaleces y nos conduces irreversiblemente a la plenitud de la vida, porque Tú eres nuestro defensor, nuestra roca salvadora y nuestra vida está segura en tus manos. Por eso no tenemos miedo y caminamos con seguridad.
Señor Jesús, te reconocemos como nuestro Salvador y Mesías. Aceptamos tu causa, tu proyecto, tu lucha y el camino que propones para llegar a la meta: el Reinado de Dios. Reconocemos que en lo profundo de nuestro corazón guardamos intereses personales, anhelos de poder y de aparecer… Ayúdanos a superar el egoísmo y a vencer las turbaciones que a veces inundan nuestros corazones. Danos la fuerza de tu Espíritu para tener la gracia de conocerte, amarte, seguirte y confesarte de palabra y de obra hasta el final. Amén.
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Agradecimiento al Padre Domingo Vásquez Morales