• Primera lectura: Dt 4,1-2.6-8: “La grandeza de este pueblo: la justicia”.
  • Salmo Responsorial: 14: “Vivir con honradez”.
  • Segunda lectura: St 1, 17-18.21b-22.27: “La auténtica religión lleva a la solidaridad”.
  • Evangelio: Mc 7, 1-8.14-15.21-23: “Dónde está la pureza o la impureza.

Color: VERDE

Neptalí Díaz Villán

La grandeza de un pueblo: Un misionero que trabaja en África me dijo: “Siento admiración cuando voy por las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa, y veo la majestuosidad de sus construcciones, sus vías, sus museos, todo su desarrollo. Pero me repugna a su vez saber que gran parte de ese “desarrollo” lo tienen gracias al saqueo de sus antiguas o nuevas colonias en África y Latinoamérica”. Elevaron muy alto su nivel de vida y no están dispuestos a ceder un milímetro, aún a costa de la explotación y la miseria para muchos pueblos.

Causan admiración las pirámides de Egipto. Pero ¿Cuántos miles de esclavos fueron obligados a entregar miserablemente sus vidas para hacer posible la ostentación funeraria de los faraones y su deseo de inmortalidad? El faraón Keops (2638-2613 a.C.), segundo de la IV Dinastía, tuvo como proyecto central de su gobierno la construcción de la Gran Pirámide de Gizeh. Un monumento colosal que hoy es conocido como una de las Siete maravillas del mundo antiguo. Desde su barco funerario solar de 38 metros, esperaba transportar su alma a través de los cielos, siguiendo al dios Sol. ¿Qué bien le hizo a la gente semejante sacrificio humano?

Al pueblo de Israel también le causaba admiración la grandeza de los pueblos vecinos. Envidiaba sus ejércitos, sus grandes construcciones, su comercio y todo su poder. Sus dioses por supuesto, pues pensaba que ellos les daban el poder y las fuerzas a los humanos para tener ese desarrollo.

Muchos en Israel se dejaron tentar, abandonaron el proyecto tribal y la ley en general, que los identificaban como pueblo, y asumieron la identidad de sus vecinos. Quisieron tener un rey como todos los “pueblos grandes”, quisieron tener varios dioses, como todos los “pueblos grandes”. Quitaron del centro de su vida religiosa al Dios de Israel y lo reemplazaron por otros dioses. Esto fue lo que se llamó la idolatría. Pero se fueron por leche y terminaron ordeñados. Pues lo que hacía posible todo ese esplendor era el sistema esclavista que explotaba una gran masa humana tratada como una mercancía más.

El libro del Deuteronomio propone otro tipo de grandeza. Claro que el Dios de Israel quería que su pueblo fuera grande, pero no tanto por las fastuosas construcciones que solo servían para llenar los vacíos existenciales de los reyes. La grandeza del pueblo de Dios deberían ser sus mandamientos y decretos justos, que hacían posible una vida digna para todas las personas: “… ¡Qué pueblo tan sabio y tan inteligente es esa gran nación! Pues ¿qué nación, por grande que sea, tiene un dios tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Y cuál de las grandes naciones tiene unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que les promulgo hoy?” (primera lectura).

Así mismo, la gloria de Dios se da de manera especial cuando se genera vida digna para los seres humanos, no tanto “construyéndole” un gran templo para saciar los delirios de grandeza de los sumos sacerdotes y el vano orgullo de todos los fieles. Bien lo dice el profeta Isaías: “Así dice el Señor: El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies: ¿Qué templo podrán construirme?: ¿O qué lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos, todo es mío – oráculo del Señor -. En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras.” (Is 66,1-2) ¿Cómo ser realmente grandes en sentido humanitario? ¿Cómo queremos rendirle hoy culto al Señor?

Pureza: Sucedió con el pueblo de Israel. Sucedió con las comunidades cristianas. Sucede con los clubes, con el matrimonio, con nuestra iglesia, con las instituciones en general y con todo lo humano. Al principio de una obra hay entusiasmo, deseos por entregarlo todo para sacarla adelante. Una vez consolidada la obra, o incluso antes, vienen la rutina, el funcionalismo y el ritualismo. Los ánimos caen.

El empuje de las tribus lideradas por los jueces, poco a poco fue cayendo en la rutina, en el cansancio institucional. Maduraron en algunas cosas, pero a su vez se fueron llenando tradicionalismos, auspiciados por algunos dirigentes que se servían de la religión para su propio beneficio, robándole el verdadero sentido. Las primeras comunidades cristianas vivieron su propio proceso. Después de un tiempo de dedicación y fervor por la misión, los ánimos comenzaron a ceder y las comunidades cayeron en relaciones puramente funcionales. De este modo se perdía la fraternidad que le daba sentido a la unidad y se hundían en una sofocante rutina que le quitaba valor a su ser y quehacer.

El evangelio responde a esa realidad. A Jesús lo atacaron porque sus discípulos no guardaban unas tradiciones inservibles que escondían detrás de sí la hipocresía de los que las practicaban. Mientras favorecían una supuesta pureza ritual, olvidaban lo esencial: el bienestar de las personas. Jesús aprovechó para hacer una crítica a ese tipo de religiosidad vacía, ritualista y mercantil que les hacía olvidar lo importante y enfatizar en las banalidades.

Para Jesús, el culto verdadero llevaba consigo una vida honesta delante de Dios y de los hermanos. Para él, la suciedad no consistía en dejar de hacer unos ritos vacíos, sino en olvidarse de los necesitados y en aprovecharse de los demás tratándolos como cosas que se utilizan y se botan, y no como seres humanos con igualdad de derechos. Y la suciedad más descarada era la que se ocultaba detrás de la pureza legal y de una santidad socarrona.

Pero no critiquemos tanto a los fariseos de esa época, porque el fariseismo no es historia. Lo reencauchamos cada vez que domesticamos el evangelio y lo reducimos a una serie cánones que se deben cumplir si no queremos pecar. Caemos en lo mismo cuando criticamos y hasta enjuiciamos a los demás, por no cumplir las normas que a lo largo de la tradición cristiana hemos inventado, olvidándonos de lo esencial. Algunas normas y tradiciones tuvieron validez en su época, pero el ser humano no es estático, es dinámico y cambia con el mundo, a su vez, en continua evolución.

Vale la pena evaluar hoy nuestra vivencia religiosa, y revisar nuestra normatividad a la luz del evangelio y de los signos de los tiempos. La música, los ritos, la disciplina, la institución, las estructuras en general, son un medio necesario para vivir una fe auténtica que nos haga crecer como personas. Pero si las absolutizamos y defendemos enfermizamente como algo revelado, estático e incambiable por los siglos de los siglos, las convertimos no solo en un estorbo sino en un veneno mortal que mata el espíritu[1] y convierte el hermoso camino de Jesús en una pieza de museo.

Señor Jesús, gracias por este día; por esta Palabra que ilumina nuestro camino de fe y nos llena de ganas de vivir a tu estilo. No nos dejes caer en la tentación de los delirios de “grandeza” y el afán de ostentación, que no son otra cosa sino la expresión de un gran vacío de sentido. Ayúdanos vivir las cosas pequeñas de cada día con la grandeza como tú las viviste. Ayúdanos a hacer todo aquello que nos hace realmente grandes: a ser justos, solidarios, compasivos, fraternos, serviciales… en otras palabras, ayúdanos a vivir como tú.

No nos dejes caer en la tentación de la falsa pureza, ayúdanos a renovar nuestra mente, nuestro espíritu, nuestras instituciones, nuestras tradiciones, nuestras familias, a la luz de tu Palabra e iluminados por tu Espíritu. Ayúdanos distinguir lo verdadero de lo falso, lo importante de lo secundario, la Tradición de las tradiciones, la palabra humana de la voluntad divina. Que nunca los cánones jurídicos y las normas religiosas humanas ahoguen las exigencias de tu Evangelio. Aleja de nosotros los engaños, la mezquindad, la malevolencia y todas las malas intenciones de nuestros corazones. Ayúdanos a vivir la verdadera pureza de corazón, a ser limpios y transparentes con nuestro prójimo; purifica nuestros pensamientos, nuestras palabras, y que nuestras obras correspondan a la de un verdadero discípulo tuyo. Amén.

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