• Primera lectura: Am 7,12-15: Yo no era profeta, pero el Señor me envió a profetizar.
  • Salmo Responsorial: 84: El Señor dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto.
  • Segunda lectura: Ef 1,3-14: Nos eligió en Cristo para que fuéramos santos.
  • Evangelio:  Mc 6,7-13: Expulsaban demonios y curaban enfermos.

Color: VERDE

Neptalí Díaz Villán

Vete vidente: En el tiempo del profeta Amós Israel estaba dividido en el Reino del Norte y el Reino del Sur. Amós ejerció su ministerio en el reino del Norte. Allí mandaba el rey Jeroboam II, apoyado ideológica y religiosamente por Amasías, sacerdote del santuario de Betel considerado templo real y santuario nacional. Aquí vemos el ejemplo claro de una religión utilizada como un elemento justificador para mantener el poder. Se ve la traición a Dios y a la humanidad, y la manipulación de la religión para adormecer la conciencia de un pueblo y hacerlo aceptar, como voluntad de Dios, los designios mezquinos del gobernante de turno. El matrimonio del “poder” religioso con el poder político es tan antiguo como actual y peligroso para los intereses de la gente de a pie.

La historia nos ha enseñado que es imposible ser neutral ante las realidades sociales y políticas. Si somos sinceros tenemos que aceptar que es imposible ser apolíticos, porque alejarse totalmente de la política significaría tomar partido por la corriente dominante, cualquiera que sea. Es un ropaje engañoso de la indiferencia.

Amós no fue un político de profesión. Fue un campesino creyente que asumió su compromiso con Dios y con su pueblo. Hizo ver la idolatría en la que estaba cayendo Israel y la desviación del proyecto salvífico de Dios, que se debía construir con el hilo conductor de la fe y con las bases de la justicia y el derecho.

Con el reinado de Jeroboam II hubo cierto progreso que los llevó a la autosuficiencia, arrogancia, vanidad (4,1) y lujo excesivos (6,4ss). La “calidad de vida” les hizo olvidar a Dios y a los demás hermanos, que se veían muchas veces explotados para satisfacer la insaciable sed de comodidad de unos cuantos. El profeta descubre que una mayor cantidad de bienes no asegura necesariamente la felicidad, ni la justicia, ni la calidad de vida para todos los ciudadanos. Y, por el contrario, muchas veces se cae en el consumismo y la búsqueda de entretenimientos por parte de quienes logran acumular mayor cantidad de dinero, cayendo en la ausencia de solidaridad y los abusos hacia los menos favorecidos del sistema social.

En Amós encontramos al profeta de la crítica social (1,1-s). Su denuncia más notoria la dirigió contra quienes deberían velar por la justicia y el derecho, pero hacían lo contrario: los gobernantes. (6,1s), los jueces (2,6-7), los dirigentes religiosos (3, 12s) quienes habían falseado el culto a Yahvé (6,21-22), y los comerciantes (8,4). Las víctimas de la injusticia eran el pobre, el débil, la viuda y la muchacha de servicio (2,7s).

A todos los seres humanos nos gusta que nos elogien y que hablen cosas bonitas y nos incomoda que hablen mal o que cuestionen nuestra manera de proceder, es algo natural. Los gobernantes no son la excepción; por el contrario, en ellos se ve más esta actitud, sobre todo cuando se creen representantes de Dios.

Amós se atrevió a denunciar la injusticia del Jeroboam II y su gente, la infidelidad en la que estaba cayendo el pueblo, así como la descarada y sospechosa camaradería que había entre el rey y el sumo sacerdote Amasías. Éste no dudó en salir a defender a Jeroboam II, su compinche, a descalificar, a ridiculizar y a despedir a Amós. Para esto acudió a su “alta dignidad” como sumo sacerdote del Betel, templo nacional y santuario real. El profeta se había convertido en un problema para los intereses de rey, del sumo sacerdote y de su gente. 

Pero el profeta no podía desistir de su ministerio por la intimidación. Él no ejercía la profecía como una profesión, ni como un medio para ganarse la vida. Hablaba porque veía claramente la injusticia, porque le dolía lo que estaba pasando y porque no podía callar, era una obligación de conciencia. Se sentía enviado por Dios para reclamar lo que era de Él: la justicia, el derecho, la dignidad de la gente, la tierra y el culto verdadero.

Valdría la pena analizar el compromiso nuestro como Iglesia de Cristo, ante el mundo y sus realidades sociales, políticas, culturales e ideológicas. Valdría la pena revisar si, como personas o como institución, hemos expulsado a los profetas porque nos incomodan, y defendido socarronamente a tantos pillos de corbata que siguen sueltos y haciendo daño. ¿Qué tal si nosotros asumimos el compromiso de Amós, no por sueldo, no porque nos paguen, sino como una “obligación” de conciencia para ser verdaderos discípulos de aquel que murió y resucitó para darnos nueva vida?

Sencillez: Ya tenían un buen tiempo de caminar con Jesús, es decir, de ser sus discípulos. Conocían su proyecto, su prioridad, su Buena Noticia. Habían aprendido a vivir en comunidad, no obstante, las marcadas diferencias ideológicas entre ellos mismos. Era hora de pasar a ser apóstoles, es decir, enviados. Comenzaba una nueva etapa para sus vidas: el apostolado.

Vemos en el evangelio una serie de recomendaciones que brotan de la experiencia apostólica del mismo Jesús. El evangelio pide que los apóstoles de Jesús lo hagan en su nombre y con el mismo espíritu que él lo hizo, con la certeza de que los acompañarán los mismos signos.

Ante todo, el apostolado se realiza de dos en dos, o sea en comunidad. La dinámica apostólica se debe hacer en un ambiente de sencillez, en contacto con la gente, no a través del poder. No se buscan los aplausos ni la admiración de la gente; por tanto, se debe evitar todo tipo de ostentación, más cuando se trata de lugares empobrecidos. Se trata de formar comunidades impulsadas por la fuerza del Espíritu que hagan realidad el Reino de Dios.

A todos nos gusta que nos vaya bien, pero es preciso evitar el triunfalismo, pues existe la posibilidad de no ser aceptados, ya que otros tienen derecho a disentir, sin que ello signifique que estén condenados. Necesitamos tolerancia para aceptar las diferencias, perseverancia para continuar el camino, y creatividad para dar a conocer el mensaje de salvación en un ambiente de respeto.

Con su predicación, los apóstoles llamaron a todos a volver a Dios, en línea con la afirmación de Pablo: “hacer que todas las cosas tengan a Cristo por cabeza en el cielo y en la tierra” (segunda lectura). Se trata de un trabajo a largo plazo, paciente, personalizado y progresivo. Volver a Dios no es sólo cambiar algunos actos, sino mirarlo y tenerlo en cuenta en toda nuestra vida. Volver a Dios no es sólo “dejar de pecar”, sino dejar la vida sin sentido, sin esperanza y sin confianza, y volver nuestra mirada a Aquel que es la fuente de la vida, del amor y de la misericordia.

¿Estamos nosotros, los seguidores de Jesús, en consonancia con el plan de Dios? ¿Somos discípulos? ¿Somos apóstoles? Hay muchas personas y comunidades cristianas que hacen presente el Reino con su vida. Pero hay que reconocer que el cristianismo tiene una historia muy contradictoria, de poder, de dominio, de agresión y de colonización. Y que esto no ha terminado: los llamados países cristianos, la civilización occidental, no han parado la colonización, cada vez con nuevas formas de esclavitud y de dominio en nombre de Dios o en nombre de la democracia. El salvajismo no es historia.

En muchos de nuestros países hay una gran mayoría cristiana, sin embargo, hay entre nosotros las más penosas injusticias. Muchos “cristianos” están dentro de los que andan por el mundo colonizando y explotando sin ningún sentido humano ni cristiano. ¿Dónde quedamos? ¿Será que el cristianismo como conjunto se ha convertido en un nuevo santuario de Betel al servicio de intereses particulares? ¿Qué hacemos?

Nos corresponde volver a las fuentes. A Jesús y su hermoso testimonio de humildad, su compartir solidario y su lucha por una humanidad nueva. Nos corresponde buscar una vida digna y justa para todos, sin tener que pisotear a nadie para mantener una ostentación insultante y deshumanizadora. Estamos llamados a ser discípulos y luego a ser apóstoles del Reino de Dios. A combatir todos los “démones” que vejan nuestra humanidad y a realizar el designio de Dios: Que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (segunda lectura).

Bendito seas Dios, Padre de bondad, fuente y culmen de nuestra vida, origen y meta de nuestra existencia. Gracias porque tenemos la certeza de que nuestra vida tiene un sentido; no estamos ahí tirados y abandonados en el mundo, a merced del tiempo, del caos y de la muerte. Gracias porque tú nos bendices cada día en la persona de Cristo con toda clase de bienes, porque estamos destinados a la vida, al amor, a la alegría perpetua, a la felicidad, a ser tus hijos… Bendito seas por este tesoro maravilloso don.

Te pedimos que la gracia de tu Espíritu nos dé la sabiduría y la fortaleza, para hacer realidad este maravilloso plan de salvación. Sabemos que hay peligros, que podemos desviarnos, que tenemos la tentación dejarnos inundar por la desesperanza, por la injusticia, por los odios, los rencores, la avaricia, los deseos de poder y por tantas realidades que amenazan nuestro proyecto de vida. Te pedimos que seamos auténticamente hijos tuyos, que cada día recibamos, disfrutemos y comuniquemos con generosidad los torrentes de vida que proceden de ti.

Ayúdanos a procurarnos una vida digna, con nuestras reales necesidades humanas satisfechas y nuestros derechos defendidos, respetados y promovidos integralmente. Ayúdanos a vivir con sencillez de corazón, sin ostentaciones insultantes, porque lo más valioso es nuestra propia vida y el mensaje de salvación que podemos comunicar con generosidad a nuestros hermanos. Danos creatividad en el anuncio directo e indirecto, explícito e implícito del Evangelio, para que también otras personas te conozcan, te sigan, te amen y disfruten de la plenitud de vida que nos ofreces a manos llenas. Amén.

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