(Feria o Memoria Libre: San Antonio María Zaccaría, Presbítero)
Miércoles, 5 de julio del 2023
Color: VERDE o BLANCO
- Primera Lectura. Gn 21, 5.8-20: “Levántate, toma al niño y agárralo fuerte de la mano, porque haré que sea un pueblo grande”.
- Salmo Responsorial. 33, 7-8.10-11.12-13: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.
- Evangelio. Mt 8, 28-34: “Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país”.
“Jesús sigue su lucha contra el mal. Y nosotros, con Él”
“Abrahán tenía cien años cuando nació Isaac”. Este dato que pudiera parecer poco relevante es muy importante. El mismo pone de manifiesto que Dios es fiel a su promesa. Pero también, denota que la fe de Abrahán, puesta a prueba con la espera de tantos años, no fue en vano. Dios es fiel a su promesa y las cumple a aquellos que con paciente espera y oración confían en Él.
Nace por fin Isaac, el hijo esperado, el hijo de la promesa, del que se espera que dé origen a una numerosa descendencia. Pero pronto surgen esas miserias que a veces enturbian la vida de una familia: los celos de Sara porque Abrahán mira con buenos ojos a Ismael y a su madre, la esclava egipcia Agar. Por un momento, el protagonista de la historia es Ismael, el primogénito, que ya debía tener unos catorce años, pero que no es el que va a prolongar la línea de la promesa, según los misteriosos designios de Dios.
Abrahán se ve obligado a despedirlo, junto con su madre, y ambos emprenden un amargo viaje al desierto, con momentos de desesperación. Pero Dios piensa también en ese muchacho. «Dios oyó la voz del niño» (Ismael significa «Dios escucha»), que llegará a ser el padre de los ismaelitas, nómadas del desierto, y los árabes, que se refieren de buen grado a Abrahán como su padre y origen.
Nosotros, que solemos tener prisa por conseguir nuestros objetivos y queremos tener resultados a corto plazo, deberíamos aprender de Abrahán. Desde que Dios le prometió que tendría descendencia pasaron bastantes años, y él no perdió la esperanza. Finalmente, llegó, cuando parecía imposible. El tiempo es de Dios, solemos decir, pero muchas veces nuestra esperanza se quiebra cuando vemos los resultados en el que los deseamos.
En el Evangelio de ayer, en el milagro de la tempestad calmada, Jesús muestra su poder sobre el mal y lo hace delante de los discípulos. Hoy, en cambio, lo hace en una región pagana; liberando a dos enfermos de una posesión diabólica. El evangelista Mateo narra este milagro con una gran carga simbólica: país pagano, posesión diabólica, cementerios como lugar de muerte, y traspaso de los demonios a los cerdos, los animales inmundos por excelencia para la cultura del tiempo. Parece como si Mateo quisiera acumular todos los grados del mal para recalcar después el poder de Jesús, que es superior al mal, al malo, y lo vence eficazmente.
En el relato, los demonios reconocen al Mesías. Se quejan (de) que adelante su derrota. Sin embargo, el signo no produce mucho efecto entre los habitantes del lugar, que piden a Jesús que se marche. Le consideran culpable de la pérdida de una piara de cerdos.
Jesús sigue su lucha contra el mal. Y nosotros, con Él. El mal que hay dentro de nosotros, el mal que hay en el mundo. Y yo, ¿qué hago para luchar contra el mal? ¿Somos como los gerasenos, que desaprovechan la presencia del Mesías y no parecen querer que les cure de sus males? ¿Invocamos confiadamente a Jesús para que nos ayude en nuestra lucha? Haremos bien en pedirle que nos libere de las cadenas que nos atan, de los demonios que nos poseen, de las debilidades que nos impiden luchar contra todo mal imperante en el mundo.
(Guía Litúrgica)
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