• Primera lectura: Job 38, 1.8-11: Aquí se romperá la arrogancia de tus olas.
  • Salmo Responsorial: 106: Apaciguó la tormenta en suave brisa.
  • Segunda lectura: II Cor 5, 14-17: Lo antiguo quedó superado; todo es nuevo ahora.
  • Evangelio: Mc 4, 35-40: ¿Quién será este, que hasta el viento y el lago le obedecen?

Color: VERDE

Neptalí Díaz Villán

Los judíos no fueron buenos navegantes. Por el contrario, esa fue una de sus debilidades en la estrategia militar. Filisteos, asirios, griegos, romanos, entre otros enemigos, fueron fuertes conocedores del mar y aprovecharon la debilidad judía para atacarlos.

La admiración por la majestuosidad e imponencia del mar, y por el misterio que escondía  detrás de una noche estrellada con olas apacibles que golpeaban la orilla, como quien acaricia al amor de su alma, no era mayor que el miedo que les provocaba su escaso conocimiento y el recuerdo de los ataques enemigos. En el mar no se podía confiar. Era como un gigante dormido que en cualquier momento podría despertar y devorar todo lo que encontrara.

Según el imaginario mitológico de varios pueblos antiguos, era el lugar donde habitaba Leviatán, el más poderoso y destructor monstruo marino que existía. En otras palabras, mar era sinónimo de peligro, de destrucción, de mal, de muerte. En el Apocalipsis de Juan, para indicar que el mal había sido derrotado se dice que el mar no existe ya.

Nadie podía con el mar ni con Leviatán sino sólo Dios, que había hecho pasar a los Israelitas por el Mar Rojo y hundir al ejército egipcio con sus mejores capitanes. (Ex 14 – 15).

Simbólicamente, podemos decir que Job (primera lectura) estaba en la profundidad del mar. De tener la mejor vida pasó a la miseria más grande. En medio de esa realidad, la primera lectura nos muestra la experiencia con Dios, presente aún en medio del mal y no siempre con el triunfo clásico de la derrota contundente y definitiva. La fe debe animar al ser humano atacado por el mal, a mantener viva la esperanza y a seguir creyendo en medio de la prueba. A descubrir, en medio del dolor, otros valores que no percibimos cuando valoramos la vida sólo desde la perspectiva del triunfo y nos unimos camaleónicamente a los vencedores, y a su ruidosa victoria.

Si la frustración, el fracaso, el dolor tocan nuestra puerta y entran sin ser invitados, o a veces como consecuencia de nuestras opciones o de nuestras andanzas, hay que enfrentarlos. El Evangelio ilumina mejor esta realidad.

Aunque los evangelios tengan algunos relatos escritos en forma de crónica, no son precisamente una crónica, sino una reflexión de las comunidades cristianas que intentaban construir historia a partir de la experiencia de fe en Jesús muerto y resucitado.

Fue Él quien los enseñó a soñar con otro mundo en el cual serían verdaderamente hermanos. Un mundo en el que únicamente el amor de Dios fuera el absoluto y la libertad su fiel compañera. Fue Él quien los invitó a mirar el horizonte y a navegar para pasar a la otra orilla, o sea, a arriesgarse a trabajar para alcanzar los sueños, desafiando al mar embravecido. Tuvieron que apartarse de mucha gente que pensaba que esa utopía sería sencillamente imposible, porque a ellos les había tocado la peor parte. Que nada se podía cambiar, porque así era la vida de injusta y todo aquel que la intentara cambiar estaba loco. Que ellos estaban locos, tanto como su Maestro que murió víctima de sus locuras mesiánicas y de sus visiones apocalípticas.

En medio de todo se embarcaron y se lanzaron, es decir, formaron Iglesia (la barca representa la Iglesia naciente, comunidad de amor) y empezaron a trabajar para hacer posibles sus sueños. Junto a la barca en la cual viajaban los apóstoles (enviados), iban otras barcas que también estaban con Jesús. O sea, había diversas comunidades (iglesias) en el seguimiento de Jesús, que buscaban los sueños trazados por el Maestro y por el Espíritu que siempre los acompañaba.

La barca empezó a tener problemas; el mar amenazaba con hundirla, y con ella, a los que navegaban, junto con todos sus sueños, deseos e ilusiones. Jesús no les había garantizado la ausencia de problemas ni les había prometido alejarles todo mal y peligro. Les había garantizado su presencia hasta final de los tiempos (Mt 28,20). Lo que pasa es que sencillamente el mal está en el mundo y hace parte de nuestra historia; y ésta se construye no sólo a pesar del mal sino también con la realidad del mal que nos golpea, nos interpela y nos hace fuertes, cuando nos abrimos a la gracia del amor.

Mientras la barca estaba a punto de hundirse y los discípulos luchaban desesperadamente por salvarse, Jesús dormía recostado en un rincón ¿Era Jesús quien dormía recostado en un rincón, o eran los de la barca quienes lo tenían arrinconado? ¿Es Dios quien se olvida de nosotros, o somos nosotros quienes nos olvidamos de Él?

En uno de los tantos campos de concentración de los nazis, los militares hitlerianos quisieron torturar hasta la muerte a un prisionero que había intentado escapar; lo hicieron, como solían hacerlo, delante de sus compañeros de prisión para escarmentarlos. El suplicio del moribundo se prolongaba, y con él, el dolor de todos los presentes. Todo ocurría en medio de un silencio sepulcral. Los prisioneros contemplaban inermes esa escena de terror. “¿Dónde está Dios?” alcanzó a susurrar entre los dientes uno de los presentes. “¿Dónde está Dios?” dijo por segunda vez. Nada ocurría, todo seguía igual, el mal dominaba y apabullaba los deseos de vivir. Dios guardaba silencio. Después de un prolongado mutismo, respondió otro prisionero: “Ahí está Dios, colgado y sufriendo con el que muere”. 

“¿Dónde está Dios?”, preguntamos con mucha frecuencia. – “¿Maestro, no te importa que nos hundamos?” gritaron los discípulos. Pero Jesús también tenía algo que reclamarles:  –  “¿Por qué tanto miedo? ¿Todavía no tienen fe?” – “¡Jesús, despierta!” le podríamos decir nosotros. – “Despierten ustedes” nos podría responder Él.

Tener miedo equivale a vivir desconfiados, a no tener fe. La fe no es sólo sinónimo de actitud mental positiva, como quien dice: “tengo fe de que todo me va a salir bien”, cuando la verdad es que no siempre y no todo nos sale bien. Es más, cuando nos damos cuenta de que no todo nos sale bien, eso nos obliga a pensar, a replantear muchas cosas y a vivir en continua dinamicidad; a vivir, no miedosos, pero sí vigilantes. La fe en Jesús no nos libra de todo mal y peligro, la fe en Jesús nos da la fuerza para asumir las diferentes realidades de nuestra naturaleza humana, incluidos el mal, el dolor y los peligros. 

No se trata de irnos al otro extremo y pensar que no servimos, y que las cosas siempre nos salen mal, pues caemos en una actitud desesperante; y una persona desesperada no ve con claridad el presente, ni el futuro; no ve las soluciones, ni las oportunidades, sólo ve los problemas. Aquello que no quiere se le presenta como una amenaza constante y sus energías las malgasta tratando de evitar algo que para él es inevitable.

Desde Jesús tener fe implica ver el mundo, nuestro futuro y nuestros proyectos, con una actitud positiva, y estar siempre abiertos a lo nuevo, pero conscientes de nuestra realidad humana. Tener fe es comprender que aunque una barca está más segura en el puerto, las barcas están hechas para cruzar el mar y conducirnos a la otra orilla. Por eso es necesario hacer un buen plan y lanzarnos a la otra orilla. Tener fe es alejar el miedo y asumir la vida con esperanza. La esperanza que es fruto de la fe, no equivale a una confianza ciega y a la falsa premisa de que todo nos tiene que salir bien, sino a la seguridad de llegar a la meta, incluso en las circunstancias más adversas. Es vivir el día a día abiertos a la gracia de Dios que nos sorprende con su acción maravillosa y trabajar con empeño dando lo mejor para realizar a plenitud su plan de salvación. Tener fe es vencer el miedo porque confiamos en el Señor y sabemos que, siguiéndolo en el amor y servicio, todo vendrá por añadidura, es decir, como consecuencia lógica de nuestros actos y de la acción salvífica de Dios en nuestra historia.

En consonancia con la segunda lectura, tener fe es estar unidos a Cristo, y renovarnos continuamente; superar todo lo antiguo y dejar que Cristo haga de nosotros una nueva creación. Tener fe es navegar con la certeza de que Jesús viaja en nuestra barca y fortalece nuestra frágil comunidad. Que las continuas amenazas internas o externas y los poderes de la muerte jamás la podrán vencer (Mt 16,18), porque él tiene poder sobre el mar.

Oración

Jesucristo resucitado, amigo, hermano, compañero de navío, capitán de nuestra barca. Te reconocemos presente en nuestra historia, vivo, resucitado y resucitador, vencedor de la muerte, caminando sobre el mar. Para ti la gloria, la honra, la alabanza, la victoria. En ti nos gozamos, nos alegramos, nos llenamos de fe, de esperanza, de confianza absoluta porque tú vives en nuestros hogares, en nuestras comunidades, en nuestras iglesias, en nuestros equipos, en nuestra barca.

Bendito seas, Jesús, qué alegría saber que contamos contigo, qué confianza sentimos, qué seguridad, qué ganas de luchar, de trabajar, de navegar con todas nuestras fuerzas, de vivir intensamente cada día en el amor, en el servicio, en la fraternidad… bendito seas, Jesús. Nos abrimos totalmente a la acción de tu Espíritu, para que nos siga dando la gracia de asumir la vida con fe, con serenidad, con confianza… Que tu Espíritu nos dé la sabiduría para saber vivir, para saber buscar, para saber actuar de la mejor manera en cada circunstancia. Que tu Espíritu nos dé la fortaleza para enfrentar el mar y llegar a la otra orilla con buenas noticias.

Gracias, porque vives y seguirás viviendo y actuado en nuestra barca… Tú conduces nuestra barca… por eso creemos firmemente que superaremos toda prueba… por eso estamos dispuestos a lanzar de la barca todo lo que hace más pesada, más vulnerable y meter en ella todo lo que le proporcione verdadera seguridad y fortaleza para enfrentar los vientos amenazantes… por eso creemos firmemente que quienes viajamos en ella venceremos el mar y seguiremos seguros hasta la otra orilla… gracias, Jesús, bendito seas… Amén.

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