Martes, 17 de junio del 2025
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- Primera Lectura. 2Cor 8,1-9 “En las pruebas y desgracias creció su alegría; y su pobreza extrema se desbordó en un derroche de generosidad”.
- Salmo Responsorial: 145,2.5-6.7.8-9ª “Alaba, alma mía, al Señor”.
- Evangelio. Mt 5,43-48: “Amen a sus enemigos, y oren por los que los persiguen”.
“Amar a los enemigos”
San Pablo, en su carta, nos comparte la experiencia de las comunidades de Macedonia, que a pesar de sus pruebas y pobreza, desbordaron en alegría y generosidad. Pablo, que tanto sufrió por el Evangelio -persecuciones, naufragios, incomprensiones y fatigas- aprendió que la verdadera grandeza no está en tener mucho, sino en darse a sí mismo, primero a Dios y luego a los hermanos. Su testimonio es el de alguien que, en medio de las dificultades, descubre la alegría de la entrega y la fuerza de la fe. Pablo no se queda en las palabras; vive lo que predica y anima a los demás a distinguirse también por la generosidad, no por obligación, sino como expresión de un amor genuino y sincero.
¿Qué tanto me doy yo a los demás? ¿Cómo es mi generosidad? ¿Me entrego solo cuando me sobra o incluso cuando me cuesta? Pablo nos invita a mirar a Cristo, quien siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza. Nos reta a salir de la comodidad y a vivir el amor como un derroche, como un acto de confianza en la providencia de Dios.
Jesús, en el Evangelio, lleva este mensaje al extremo: nos pide “amar a los enemigos, y que oremos por quienes nos persiguen”. Nos pide amar no solo a quienes nos caen bien o nos corresponden, sino también a quienes nos hieren o rechazan. El amor cristiano no se conforma con lo mínimo, sino que busca lo extraordinario. Saludar solo a los que nos saludan, amar solo a los que nos aman, es fácil y común; pero Jesús nos llama a ser perfectos como el Padre, a mirar con misericordia y a actuar con un corazón libre de rencores.
Vivir así no es sencillo. Requiere un cambio profundo en nuestra manera de pensar, sentir y actuar. Pero cuando damos este paso, experimentamos la libertad y la alegría que solo Dios puede dar. El amor que perdona, que bendice y que se entrega sin esperar nada a cambio, nos hace verdaderamente hijos de Dios.
Hoy, atrévete a dar un paso concreto: haz un acto de generosidad con alguien que no esperas, o reza sinceramente por quien te cuesta amar. Deja que el amor de Cristo transforme tu corazón y haz de tu vida un reflejo de la perfección y la misericordia del Padre.
(Guía Litúrgica)
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