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  • Primera Lectura. Hch 8, 1-8: “El gentío unánimemente escuchaba con atención lo que decía Felipe”.
  • Salmo Responsorial: 65, 1-3a.4-5.6-7a: “Aclamen al Señor, tierra entera”.
  • Evangelio. Jn 6, 35-40: “Yo soy el pan de vida”.

Hermanos, participando de un retiro de mi comunidad, el charlista, hablando del amor y perdón del Padre, al final invitaba a que laváramos los pies a cualquier hermano que teníamos que perdonar, o pedir perdón. Cuál fue mi conmoción al ver que dos hermanos, que yo sabía que se habían herido mutuamente se lavaban los pies en señal de amor y perdón. Ahora se humillaban y se perdonaban.

Entonces pude comprender una vez más que eso es la vida comunitaria; amar, escuchar tratar de entender, soportar y dar la vida por los hermanos. Y esto es un trabajo de cada día, Y eso sucede dentro de nuestras comunidades cristianas.

Nuestra Iglesia está siendo de nuevo perseguida con saña. En muchos países en todos los continentes, y hasta dentro de nuestra misma Iglesia, hay conflictos, desacuerdos, corrupción. En la Palabra de hoy vemos cómo la Iglesia sufrió las primeras persecuciones y contradictoriamente, gracias a estas persecuciones, a las pruebas a que fueron sometidos esos hermanos, la Palabra se fue difundiendo en todo el mundo hasta el día de hoy.

Hermanos, por medio de las pruebas el Señor nos conoce más, y nosotros conocemos así nuestras debilidades. Pero el Padre, con su gran misericordia, nos ha dado su Santo Espíritu, gracias a la muerte y resurrección de su Hijo, que nos da la capacidad para arrepentirnos, y el deseo de comer su pan de vida para poder resistir en el camino.

Por eso dice el salmista: “Aclamen a Dios toda la tierra, canten en honor de su Nombre”

Este llamado a la aclamación y el canto en honor al nombre de Dios se convierte en un eco resonante de nuestra fe, especialmente en momentos de dificultad y persecución. La práctica del lavado de pies, tal como se vivió en el retiro, no es solo un símbolo de humildad y servicio, sino también una potente declaración de nuestra capacidad para superar las divisiones y heridas a través del amor y el perdón que Cristo nos enseñó.

Al enfrentar adversidades, tanto internas como externas, nuestra comunidad se ve desafiada a vivir de manera coherente con el Evangelio, poniendo en práctica esos actos de misericordia y compasión que reflejan la presencia viva de Jesús entre nosotros. En la medida en que nos permitimos ser transformados por el Espíritu Santo, nos convertimos en instrumentos de paz y unidad, capaces de llevar la luz de Cristo a aquellos rincones oscurecidos por el conflicto y la desesperanza. Por lo tanto, nuestra respuesta ante las pruebas y persecuciones no solo define nuestra identidad como cristianos, sino que también fortalece nuestra misión de ser sal y luz en un mundo que anhela fervientemente el sabor de la esperanza y el brillo de la verdad divina.

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