Color: MORADO.  III Semana del Salterio

  • Primera Lectura. II Re 5, 1-15a: “Entonces Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces, según la palabra del hombre de Dios y su carne quedó limpia como la de un niño”.
  • Salmo Responsorial: 41, 2.3;42,3.4 R/. Mi alma tiene sed del Dios vivo: ¿Cuándo veré el rostro de Dios?”.
  • Evangelio. Lc 4, 24-30: “Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba”.

La primera lectura de hoy es una imagen de la sencillez de Dios. Con frecuencia pedimos al Señor que nos ayude, pedimos su auxilio, nos llega en algo sencillo y desconfiamos, esperamos que nos pida o nos ordene algo difícil. Queremos que Dios adopte nuestras complicaciones y oímos extrañados que solamente pide que nos bañemos siete veces en el Jordán para quedar limpios y nos molesta que no se ocupe personalmente de nuestros problemas.

Como Naamán, nos consideramos a nosotros mismos como seres importantes, merecedores de atención personalizada y directa. Despreciamos lo sencillo que Dios nos pide y buscamos la forma de complicarlo, tal vez para ser los únicos que tengan la llave de acceso a la divinidad, los únicos con autoridad para enlazar con ella y comunicarla con los demás. Eliseo no baja con la varita mágica a curar al funcionario real. Manda a un criado para darle unas simples y precisas instrucciones.

El Evangelio nos muestra que es difícil ser profeta en la propia tierra. Los seres humanos tenemos memoria, casi siempre muy selectiva. No escuchamos lo que nos dice el predicador, sino que lo tratamos de anular recordando quienes fueron sus padres, cuánto dinero tenían, y, si se nos calienta un poco la boca, podremos achacarle crímenes horrendos. Todo menos escuchar lo que nos dice.

Aceptamos al profeta como lo harían los moradores de Nazaret: si viene cargado de regalos, si nos soluciona los problemas de liquidez, si nos resuelve el lio de la hipoteca, si nos llena la despensa y la cartera, si nos cura todas las dolencias que podamos tener. Solamente así seremos sus defensores, al menos mientras lo necesitemos.

Si el profeta viene a transmitirnos palabras que nos indican caminos para llegar a conocer al Dios amor, si nos invita a ser solidarios, a desprendernos de lo nuestro para compartirlo, entonces nos llenaremos de rabia y, si podemos, le despeñaremos por el barranco, lo echaremos a un aljibe con lodo para que se ahogue, como a Jeremías, o lo crucificaremos con toda tranquilidad. Es difícil la vida del profeta.

En una situación como la vivida por Jesús aquel día, si tuviéramos poder, haríamos descender rayos del cielo “para que sepan de quién soy yo”. Y nuevamente, Jesús, nos da otra lección de paciencia y dignidad: sin aspavientos, sin ira, sin amenazas tremendas, “se abrió paso entre ellos y se marchó”.

Los judíos no podían aceptar la interpretación de Jesús, pues esperaban una liberación del pueblo, pero sometiendo a los demás pueblos. Esperaban la instauración de la primacía de Israel sobre el mundo y se encuentran con un mensaje (de) que Dios ha preferido a una viuda de Sidón y a un leproso de Siria, en lugar de quedarse entre su pueblo. Jesús habla de un Dios que ellos no pueden reconocer. ¿Y nosotros, sobre qué Dios queremos que nos hablen?

(Guía Litúrgica)

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