• Primera lectura. Jr 17, 5-10: “Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas; para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones”.
  • Salmo Responsorial. 1, 1-2.3.4 y 6: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”.
  • Evangelio. Lc 16, 19-31: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”.

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El rico se saciaba con los placeres materiales, pero tenía su corazón vacío; Lázaro, en cambio, tenía su ser saciado de Dios

Continuamos leyendo al Profeta Jeremías, y hoy contrapone al hombre que aparta su corazón de Dios, comparándolo con un desierto árido; al hombre que confía en el Señor y tiene en Él puesta su confianza, lo compara con un árbol frondoso que siempre da fruto. Para el primer hombre Jeremías proclama la maldición, y para el segundo la bendición.

En tiempos de Jeremías, el corazón se consideraba el centro donde se manifiesta el conocimiento y se toman todas las decisiones de la persona. Ese corazón en el pueblo de Israel está ocupado por la idolatría. Por eso, Jeremías dice que no hay nada más falso y enfermo que el corazón del hombre. Hay personas que se alejan de Dios y buscan pseudos religiones; también buscan videntes, adivinos, brujos, nigromantes… también ocupan su mente queriendo averiguar el futuro, como si la felicidad dependiera de ello.

En el evangelio nos encontrarnos con las consecuencias de llevar una vida sin Dios o con Él: la vida epicúrea del hombre rico, llamado por la tradición Epulón, contrapuesta a la del hombre pobre, Lázaro.

El rico se saciaba con los placeres materiales, pero tenía su corazón vacío; Lázaro, en cambio, tenía su ser saciado de Dios. Vemos lo importante que es dejarse alimentar por la voluntad de Dios poniendo nuestra confianza en Él y no en nosotros mismos, como dice Jeremías.

En nuestras manos está tomar una decisión para vivir de cara a Dios o darle la espalda; confiar en el Señor o en nuestras fuerzas humanas y riquezas materiales. Seamos honestos con nosotros mismos y seremos llamados “bienaventurados” por ser limpios de corazón. Así veremos a Dios.

(Guía Litúrgica)

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