• Primera lectura. Lam 3,17-26: “El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan”.
  • Salmo responsorial. 129,1-2.3-4.5-6.7-8: “Desde lo hondo a ti grito, Señor”.
  • Segunda lectura: Rom 5,5-11: “Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado”
  • Evangelio. Lc 7,11-17: “Dios ha visitado a su pueblo”.

Color: MORADO

Neptalí Díaz Villán

Las filosofías, las religiones, las ciencias y pseudociencias han tratado de demostrar la existencia o la no existencia de una vida después de la muerte. Todos han puesto sus argumentos a favor o en contra, pero aún no se ha dicho la última palabra; el debate sigue abierto. Últimamente, ha aparecido una serie de libros pseudocientíficos y pseudoreligiosos, con historias de personas que supuestamente han muerto y vuelto a vivir, las cuales afirman haber visto una gran luz que, según ellas, es el cielo o la divinidad. Pero estos fenómenos no demuestran la existencia de la vida después de la muerte.

Es posible que se trate de algún tipo de catalepsia, un estado biológico en el que se suspenden los signos vitales y se inmoviliza el cuerpo, pero el individuo no ha muerto todavía. De estas vivencias hay muchos ejemplos, algunos de mayor intensidad que otros. Se sabe de casos en que los afectados pueden ver y oír perfectamente todo lo que sucede a su alrededor; otros quedan en un vago estado de consciencia, y hay quienes se desconectan totalmente de la realidad. Según algunos especialistas, la catalepsia puede ser producida por el mal de Parkinson, por la epilepsia, la esquizofrenia catatónica, por efectos colaterales de la cocaína, etc. Éstas son vivencias de la muerte, más no es la muerte como tal, pues no se ha roto el hilo vital; una vez roto éste no hay regreso.

Y cuando se rompa el hilo vital ¿qué vendrá? El dulce abismo de la nada, dirían los nadaístas. Otra reencarnación en un animal inferior si el individuo actuó con maldad o en una casta superior si actuó con bondad, afirman los hinduistas. El fiel seguidor de Mahoma habitará en una de las mansiones de Alá, rodeado de agua, manjares sustanciosos y muchas mujeres, creen los islámicos. La muerte total de la conciencia y la transformación de la materia, afirman algunos ateos. Una nueva creación a partir del núcleo central, es decir, la resurrección, creemos los cristianos. Cada cultura, cada pueblo, cada religión tiene su punto de vista. La cuestión sigue abierta.

No tratamos de mostrar el argumento definitivo para despejar cualquier duda sobre la vida después de la muerte, pues se trataría de una fatiga inútil. Desde la razón no existen argumentos científicos contundentes ni en pro ni en contra. Ante esto nos quedan la fe y la esperanza a partir del Amor de Cristo. Desde nuestra fe cristiana, sólo el que ha experimentado profundamente en su propia vida el Amor de Cristo puede, con toda certeza, esperar el triunfo de la vida sobre la muerte.

Y cuando hablamos de muerte no hacemos referencia exclusiva a la muerte como fenómeno físico, sino también a toda situación de ella: pecado personal y estructural, injusticias, opresiones, etc. Los cristianos confesamos que Cristo es la resurrección y la vida, el camino que nos lleva más allá de la muerte, que no siempre es más allá de la historia, sino que muchas veces se trata de una resurrección aquí dentro de esta vida, es decir, la superación de la diversas situaciones de muerte que atacan nuestra humanidad, para vivir en unas condiciones dignas. Los seguidores de Jesús creemos que Él es la fuerza que posibilita la consecución de esa nueva vida en el interior de la persona y de las comunidades, pues Él es Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6).  

Esa misma vivencia salvadora de Jesús en el aquí y ahora, en nuestra propia historia personal y comunitaria, ese Amor plenificante de Jesucristo, que vence las situaciones de muerte, es la que nos da la certeza de que ésta no tiene la última palabra; y que ese Amor de Dios que experimentamos cada día dura para siempre, pues como dice Pablo: nada ni nadie nos separará del Amor Dios, manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor. (Rom 8,31-39).

La fe en Dios supone, necesariamente, la esperanza de una vida más allá de la muerte, porque si el Dios en el cual creemos es real, tiene que ser más grande que la muerte, y si ese amor de Dios es verdadero permanece más allá del tiempo y de la muerte, porque como dice Pablo: “El amor nunca pasará” (1Cor 13,8).

La fe en la resurrección de Jesús nos brinda la esperanza de nuestra propia resurrección. Así como Dios no permitió que en su hijo la muerte tuviera la última palabra, en nosotros, sus seguidores, ocurrirá lo mismo, pues Jesús quiere que donde Él está estemos también nosotros. “Padre, ya que me los has dado, quiero que estén conmigo donde yo estoy y que contemplen la Gloria que tú ya me das, porque me amabas antes que comenzara el mundo” (Jn 17,24).

La fe en la resurrección  entraña una radicalización de la fe en Dios como autor de la vida, que es eterna y que Él comunica gratuitamente a los seres humanos. La resurrección es la afirmación de que quien ha dicho la primera palabra también ha de decir la última, pues con ella se consuma el amor de Dios a su criatura en una coparticipación  de su vida eterna.

Creer en la resurrección significa creer que Dios es el consumador del mundo, y afirmar que la existencia del ser humano y la del mundo no son inexplicables en lo tocante a su último destino. Que el mundo y el ser humano no son un absurdo salido de la nada y arrojado a la nada, sino que – en cuanto todo – constituyen algo razonable y valioso, no son caos, sino cosmos; que tienen en Dios su fundamento y destino primordial, su autor e indicador de la meta, su creador y consumador, un primer y último refugio y un hogar permanente.

Así mismo, todo esto trae el compromiso para quien cree en la resurrección. Quien cree en la resurrección ha de vivir siempre abierto a una relación de amor que transforma su propia humanidad y le comunica su sentido vital. La fe en la resurrección debe hacer del cristiano una persona en continua búsqueda de lo trascendente; un ser humano que asuma la vida con una esperanza que trascienda toda la limitación histórica. Una persona capaz de entregarse incondicionalmente a favor de los demás para encontrar una auténtica existencia como camino hacia la perfecta unidad en el amor de Aquel que es la fuente y el culmen de la vida.

Creer en la resurrección debe impulsar al cristiano a trabajar con serenidad y realismo por un futuro mejor, por una sociedad mejor, con mejores condiciones de vida para todos, en paz, libertad y justicia. Creer en el Dios que es la resurrección y la vida implica tener una conciencia clara de que este mundo no es definitivo, que las diversas situaciones actuales no permanecerán para siempre. Que todo lo que existe, incluidas las tradiciones, instituciones y autoridades religiosas y eclesiales tienen un carácter transitorio, que la división de clases y razas, en pobre y ricos, cultos e incultos, dominadores y dominados, etc., es provisional, pues el mundo está sometido constantemente a la transformación y al cambio.

Creer en el Dios Padre y Madre que resucitó a nuestro Señor Jesucristo significa dar sentido constantemente a nuestra vida y a la de los demás, partiendo de la esperanza de que sólo con la suprema realidad revelada en Dios encontraremos plenitud y sentido. Que sólo en Dios los seres humanos, tanto a nivel individual como comunitario, encontraremos la plena transparencia y nuestra verdadera culminación. Y esto no es sólo para unos cuantos escogidos sino que es una propuesta abierta para todos. “No puede haber una verdadera plenitud y una verdadera felicidad de la humanidad si no va a participar de ellas no sólo la última generación, sino también todos los hombres, incluidos los que han sufrido y sangrado el pasado. Sólo el reino de Dios, no un reino humano, es el reino de la plenitud, el reino de la justicia perfecta, del amor inquebrantable, de la paz universal, de la vida eterna.”

En últimas, quien cree en la resurrección porque es discípulo de Jesús, está invitado a asumir la vida y la muerte tal como Él lo hizo. El cristiano vive configurado a Jesús durante su vida, en sus actos humanos y su compromiso por la defensa de una vida digna, aún sabiendo que la puede poner en peligro, porque, como dijo Eduardo Umaña: “Más vale morir por algo que vivir por nada”, y sobre todo porque sabe que Él es la resurrección y la vida. (Jn 11,25-26).

Por todo esto afirmamos con toda convicción que hoy no es el día de los muertos sino el día de los que viven en el más allá. Que hoy no celebramos la muerte sino la vida. La vida que compartimos con nuestros seres queridos, el acontecer histórico de todos ellos en medio de nosotros: padres, abuelos, hermanos, amigos, familiares, antepasados, mujeres y hombres comprometidos, próceres, de todos los que nos preceden en el más allá. De todos los que han colaborado en la construcción del mundo.

La imaginación, el arte la música, la religiosidad popular, así como las diferentes experiencias religiosas tienen toda una serie de respuestas acerca de la forma de vida en la eternidad. Lo cierto es que no tenemos la certeza sobre la otra vida. Nuestro afán de tener certezas absolutas, respuestas y soluciones rápidas nos lleva muchas veces a preocuparnos, a desgastarnos inútilmente bien sea en dificultades de la vida cotidiana grandes o pequeñas, así como en estos temas tan complejos. Y aunque la muerte es una realidad innegable que es necesario tomar en serio y asumirla en toda su realidad, si nos dejamos llenar por el miedo, por la preocupación, por la angustia, corremos el riesgo de dejar escapar la vida sin asumirla en toda su plenitud.

No tenemos ninguna certeza absoluta. Nuestra vida siempre va como por el filo de una navaja y debido a nuestra fragilidad humana la muerte en cualquier momento nos puede sorprender. Seguramente, nos hemos sorprendido con la muerte repentina de algún conocido, de algún ser querido que creíamos muy sano y muy fuerte, con la caída de una empresa que se vendía como muy sólida e indestructible.

Todo se puede acabar, incluso los proyectos que creíamos más fuertes. Hace unos días una persona recién separada comentaba muy pesarosa: “Yo pensé que mi matrimonio sería eterno y que incluso iría más allá de la muerte. En medio de mi imperfección humana, a nada le había puesto tanta fe, tanto entusiasmo, tantas ganas, tanto fervor… hasta que la muerte nos una más, cantamos el día de la boda… ya veo que no fue así. Teníamos problemas, pero creía que con la ayuda de Dios y con nuestro trabajo todo podría ser mejor… De pronto, me dice que ya, que no va más, que soy un gran hombre, pero que el amor se transformó, entonces ya ta’luego, esto se acabó… unos meses después me dijo que yo era lo peor que le había pasado, que me odiaba y me despreciaba… no entiendo… ahora reafirmo que lo único que permanece es el amor de Dios y su voluntad de salvarnos…”

En la revelación bíblica muchas veces se invita a vencer el miedo y a confiar en la presencia salvadora de Dios, en medio de cualquier circunstancia: “La vida de los justos está en manos de Dios” (Sab 3,1ª). “No tengan miedo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). “Ánimo, soy yo, no tengan miedo” (Mt 14,27). “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, resucitó.” (Lc 24,5-6).

A los que ya murieron los confiamos en las manos del Padre y Madre Dios. Tarde o temprano nos llegará la muerte, pero por ahora estamos vivos, y no vamos a darle poder a ella antes de tiempo. Nadie se muere la víspera, decían nuestros viejos. Mientras eso sucede nos corresponde vivir a plenitud para que se vaya gestando dentro de nosotros una nueva vida, una vida que la muerte ya no puede acabar porque está en manos de Dios. Cuando nos toque y seamos expulsados de esta vida hacia el vacío, hacia ese vacío profundo y oscuro del que no tenemos ninguna certeza, iremos con la absoluta confianza de que unas manos grandes nos esperan para continuar nuestra aventura.

Quitémosle el poder a la muerte: vivamos a plenitud nuestra vida hasta el último suspiro y de ahí, hasta el infinito. Todo puede acabar de un momento a otro, pero el amor de Dios y su voluntad de salvarnos siempre permanece. Vivamos con confianza en el triunfo de la vida sobre la muerte, sustentados en el amor del Padre-Madre Dios,  que nos conduce, irreversiblemente, hacia la plenitud de la vida. Como dijo Rainer María Rilke:

“Las hojas caen, caen como de lejos,

como si jardines distantes se ajaran en los cielos;

y caen con negativos ademanes.

Y la pesada tierra por las noches cae

de todas las estrellas hacia la soledad.

Todos caemos. Esta mano ahí cae.

Y contempla las otras: en todas es igual.

Y sin embargo hay Uno que en sus manos

infinitamente suave sostiene este caer.”

Oh Dios, Padre y Madre, misterio infinito de verdad y de amor, origen y meta de nuestra vida, fundamento último de todo cuando existe, consumador de nuestra historia. Te bendecimos porque, por encima de las realidades de muerte que nos asustan y duelen, Tú vives desde siempre y para siempre. Por eso en Ti está puesta toda nuestra confianza. Por eso nos disponemos a vivir a plenitud en el amor, en el servicio, en la generosidad, en la entrega de lo mejor de nosotros mismos.

Ayúdanos a vivir con sabiduría, a saborear cada instante de nuestra vida. A disfrutar de nuestros sueños y de nuestros logros, del afecto de los que amamos y nos aman, de los grandes o pequeños placeres por medio de los cuales nos manifiestas tu amor paternal y maternal. Ayúdanos a asumir nuestros problemas y conflictos como un desafío que nos impulsa a luchar por una vida digna según tu voluntad.

Gracias por esas personas que compartieron con nosotros tantas experiencias, tantos momentos alegres y difíciles, de amor y de distanciamiento, de acuerdos y desacuerdos… ya no están físicamente, pero comparten contigo la plenitud del reino. Nos unimos a ellas en tu amor.

Creemos que vives entre nosotros, que has puesto tu morada entre nosotros, aunque nuestra visión no es muy clara y a veces dudamos. Oh Dios, Padre y Madre, que cuando cerremos nuestros ojos, nos abramos totalmente al infinito para experimentar para siempre la plenitud de tu amor. Amén.

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