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  • Primera Lectura. II Sam 11, 1-4a.5-10.13-17: “La mujer quedó embarazada y le mandó decir a David: Estoy encinta”.
  • Salmo Responsorial: 50, 3-4.5-6a.6bc-7.10-11: “Misericordia, Señor, hemos pecado”.
  • Evangelio. Mc 4, 26-34: “Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado”.

En la primera lectura nos encontramos con la narrativa del fallo moral y adulterio del Rey David cuando sucumbe ante la tentación al ver bañar a Betsabé, la esposa de Urías. Abusando de su poder y autoridad se aprovecha de la vulnerabilidad de Betsabé y violenta el lazo sagrado de esta con su esposo, un fiel soldado. Pero peor aún, decide manipular las circunstancias enviando a Urías al frente de las tropas para que muera en batalla para esconder el embarazo de Betsabé.

Contrasta la integridad y lealtad del humilde soldado con las fallas morales y el uso indebido del poder de David. Nadie, sin embargo, está inmune a la ley y todos somos responsables de nuestros actos. Necesitamos mayor humildad, conciencia de nuestros actos y arrepentimiento de los daños que muchas veces causamos a las personas que nos rodean. El pecado siempre afecta nuestra relación con Dios, con las demás personas y con nosotros mismos. Sus consecuencias las viviremos en algún momento de la vida y es lo que le ocurrirá a David y a los suyos.

Pero la clave para crecer alejados del mal lo encontramos en el misterio del crecimiento de la semilla. Cuando el hombre débil permite que la semilla de la Palabra haga su función dentro del terreno de su vida, crece. El hombre siembra la semilla y esta crece día a día. Los frutos de la siembra cuidada y atendida misteriosamente van echando raíz y brotando desde abajo hacia arriba. Muchas veces no nos percatamos de los frutos que van creciendo por dentro. En el silencio y al tiempo de Dios dentro de nosotros se van gestando cambios pequeños.

Al igual que con el grano de mostaza, lo aparentemente insignificante y diminuto va transformándose paulatinamente en lo grande capaz de cobijar. La fe se acrecienta así a través de la oración diaria, los pequeños actos de bondad realizados, el silencio, la meditación, la contemplación y los medios que la Iglesia nos propone. Crece la confianza sin darnos cuenta y nuestras acciones se comienzan a volcar hacia la compasión, misericordia y amor. El Rey David irá aprendiendo y sus actos le conducirán al arrepentimiento. Poco a poco David será impactado por el cambio y crecerá la confianza en su Dios. Nosotros también hemos herido a otros. Estamos llamados, por tanto, a abrazar el amor transformador de nuestro Dios para que, gradualmente, podamos convertirnos en frutos buenos para que todos los que nos rodean coman.

(Guía Litúrgica)

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