• Primera lectura. Dt 4, 1.5-9: “¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?”.
  • Salmo Responsorial. 147, 12-13.15-16.19-20: “Glorifica al Señor, Jerusalén”.
  • Evangelio. Mt 5, 17-19: “No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

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Jesús no anula la fuerza normativa del Antiguo Testamento, sino que encauza su plena realización como una ley del Espíritu, donde quede siempre a salvo el amor servicial a Dios y al prójimo

El pueblo de Israel ha vivido el acontecimiento del Éxodo, su salida de Egipto y su caminar por el desierto como la maravillosa obra de Dios en su favor. En ese contexto se sitúa el discurso de Moisés que hoy escuchamos, es una propuesta solemne de aceptación de la Ley, maravillosamente motivada con la apelación al recuerdo de lo que ha sido su experiencia como pueblo.

El mejor argumento que puede esgrimir Moisés ante los suyos para motivarles a que sigan la ley de Yahvé en el largo camino del desierto es la historia de superación que ellos y sus padres han vivido en el pasado reciente. La fuerza de la exhortación estriba, además, en que, si cumplen la Ley del Señor que por su medio dio a los israelitas, pisarán más pronto que tarde la anhelada tierra de la promesa.

La teología del Deuteronomio pone bien de manifiesto que la Ley mosaica es expresión de la voluntad divina y, por lo mismo, contenido primordial de la Alianza. Si tal cumplimiento se verifica, los peregrinos del desierto caerán en la cuenta de que es una ley mejor que cualquier otra de los pueblos vecinos, y, al tiempo, será la mejor prueba de que Yahvé está en medio de su pueblo, el que Él se escogió como heredad.

Por eso el pueblo elegido debe mimar la memoria para cantar y contar, de generación en generación, cuánto ama Dios a su pueblo. De ahí que la Ley no la vivimos bajo el peso de la obligatoriedad, sino que ofrece una guía que permite orientarse en el camino. No se trata de someterse a la voluntad de un Dios caprichoso, sino de hacernos conscientes de que la Alianza que nos propone es la posibilidad de una vida auténtica, que conduce a la felicidad.

En el Evangelio de hoy Jesús expone su postura frente a la Ley y los Profetas. No se trata de abolir la Ley mosaica, sino de llevarla a su plenitud. Es decir, ponerla en práctica en favor de la construcción de una sociedad más justa. En efecto, los mismos fariseos admitían que el hombre debe practicar las buenas obras que lo hacen justo a los ojos de Dios, pero la interpretación retorcida de la Ley que hacían los llevó al atolladero de una insoportable casuística.

Jesús no anula la fuerza normativa del Antiguo Testamento, sino que encauza su plena realización como una ley del Espíritu, donde quede siempre a salvo el amor servicial a Dios y al prójimo, clave de toda norma dada por Dios a sus hijos. La propuesta de Jesús es el camino del seguimiento del Maestro. Por esto es severo el juicio sobre los que conculcan la norma divina, dado el valor de Palabra y voluntad del Padre que tiene. Esto nos recuerda aquella sentencia de San Agustín: “Ama, y haz lo que quieras”.

En definitiva, la interpretación hecha por Jesús no se refiere a las interminables interpretaciones que con el paso del tiempo los judíos fueron dando a la Ley, cayendo en una multiplicidad de preceptos vacíos de auténtico contenido; se trata de volver al sentido pleno de aquella Ley dada por Dios a través de Moisés y que, impresa en el corazón del hombre, conduce a la felicidad plena, es decir, a la vida eterna.

(Guía Litúrgica)

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