17 de septiembre del 2023. IV Semana del Salterio

  • Primera lectura: Eclo 27, 33 – 28,9: “Perdonar para ser perdonado”.
  • Salmo Responsorial: 102, 1-4.9-12: “Misericordia y perdón de Dios”.
  • Segunda lectura: Rom 14, 7-9: “Le pertenecemos al Señor”.
  • Evangelio: Mt 18, 21-35: “Perdonar hasta setenta veces siete.

Color: VERDE

Perdonar

Neptalí Díaz Villán

Por naturaleza, ante un mal recibido reaccionamos. Y con mucha frecuencia lo hacemos buscando la venganza y el desquite. Con esto manifestamos el instinto animal que heredamos; instinto de conservación que en principio es bueno porque nos impulsa a defendernos, pero cuando éste nos lleva a agredir a quien según nuestra percepción, nos está agrediendo, nos convierte en lobos para los demás seres humanos. Así el agredido se convierte en agresor, el violado en violador, el violentado en violento… y por eso vemos cómo en muchas regiones cada día crece más esa espiral de violencia y, junto con él, su mortífera amenaza.

La primera Alianza proponía la práctica del desquite como medio de castigo y escarmiento. Al respecto dice el libro del Génesis: “Lamec dijo a Ada y a Sila, sus mujeres: Escúcheme mujeres de Lamec, pongan atención a mis palabras: mataré a un hombre por herirme, a un joven por golpearme. Si Caín ha de ser vengado siete veces, Lamec ha de serlo setenta veces siete” (Gen 4,23-24). El Deuteronomio y el Éxodo piden categóricamente desterrar el mal de Israel con castigos severos, cuando alguien ha cometido un error grave: “… No te compadecerás de él sino que lo harás pagar vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”  (Dt, 19,21 / cfr. Ex 21,24-25). Esta práctica fue un método antiguo para escarmentar y evitar algunos excesos, pero no fue la solución completa. El juicio de la historia nos enseña que con la violencia y la venganza como solución, resulta peor el remedio que la enfermedad, pues sólo vemos más muerte, más injusticia, más dolor, más sangre y más desesperación. Son éstas por lo tanto, unas prácticas ancestrales y esclavizantes que deben ser superadas. Ya el libro del Levítico pedía superar el odio y los deseos de venganza: “No guardarás odio a tu hermano. Reprenderás abiertamente al prójimo y no cargarás con pecado por tu causa. No serás vengativo ni guardarás rencor a tu propia gente. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor.” (Lev 19,17-18).

Ben Sirá (Primera lectura.) II Siglos a.C., con el lenguaje de la época, advirtió sobre los peligros que para la salud humana traían el furor y la cólera, la venganza y el desquite, y la incoherencia que representaba guardar rencor y hacer oración: “¿cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?” (Eclo 28,3). El rencor se devolverá al rencoroso, la venganza al vengativo, el perdón al que perdona, como dijo Pablo: “El que siembra generosamente, generosamente recogerá” (2Cor 9,6). Jesús avanzó al proponer el perdón por encima de la misma tradición y de la ley mosaica, estableciendo otro tipo de justicia. Si por muchos años los seres humanos hemos buscado la venganza y hemos visto sus estragos, ahora necesitamos romper la historia, cambiarle el rumbo y encontrar otra solución: el perdón.

Todos necesitamos reconocer nuestra naturaleza frágil, tendiente a la venganza, al odio y al desquite amargo, más cuando en algún momento hemos actuado con violencia. Necesitamos experimentar el amor sanador de Dios que restaura nuestra naturaleza desintegrada por las fuerzas oscuras, y convierte nuestras fuerzas naturales en una energía transformadora, no violenta, capaz de brindar amor, perdón y reconciliación. Dios ofrece su perdón a todo mundo, pero sólo la persona que acepte su error, confiese su culpa y se disponga a cambiar, puede ser perdonada. Así mismo, solo la persona que ha aceptado humildemente el perdón de Dios puede perdonar.

El siervo inmisericorde de la parábola evangélica, imploró piedad y tiempo para pagar una deuda que era impagable,  (10.000 talentos equivalente a 100 millones de denarios, una cifra exorbitante, como la deuda de un país entero). Su amo, actuando con misericordia, no le dio plazo para pagar la deuda porque sencillamente era imposible pagarla, sino que la perdonó. Pero ese mismo siervo, débil, sumiso y suplicante ante el amo, frente a un compañero suyo que le debía sólo 100 denarios, una cifra ínfima comparada con la de él, no tuvo piedad y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara todo. En el fondo el siervo no recibió el perdón, porque el amo se lo ofreció pero por su actitud se hizo indigno de él. No vivió ni aprendió de la misericordia y la bondad, fue incapaz de comprender la nueva justicia, por lo tanto no pudo perdonar ni ser perdonado, pues como dijo S. Francisco de Asís, “es perdonando como soy perdonado”.

¿Setenta veces siete significa permitir que nos maltraten y jueguen con nosotros, que violen nuestros derechos y se queden con lo nuestro? ¿Debemos invitar a las víctimas de las injusticias a callar ante las tremendas violaciones que les han propinado y les siguen propinando sus verdugos? ¡De ninguna manera! Así como en la parábola la ausencia de cambio y la utilización del perdón para abusar, merecieron la reacción fuerte del amo, en nuestra vida no podemos permitir los abusos. Setenta veces siete significa plenitud, perfección. Siempre hay que perdonar, dar oportunidad para el cambio, nunca guardar rencor, ni acudir a la violencia para exigir justicia; pero así mismo, es deber nuestro evitar que el mal y el atropello a la dignidad humana, reinen en nuestro mundo; eso no sería perdón, sino un engaño más en nombre de Dios.

Recordemos varios acontecimientos: Después de las dictaduras militares de los años setenta y ochenta, dadas sobre todo en Brasil, Argentina, Chile y otros países latinoamericanos, se dictaron leyes  de amnistías, perdón y olvido, “obediencia debida”, o “punto final”. Los golpistas y sus cómplices, responsables por miles de muertos, desaparecidos y desterrados en cada uno de estos países, se auto- perdonaron burlándose de la justicia y de la verdad. Pero sin verdad y justicia, las heridas causadas por la represión en muchos hogares y comunidades no pueden cerrar. Por eso la voz de Dios tiene que ser escuchada en la voz de quienes claman justicia: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí, desde la tierra” (Gen 4,10).

Afortunadamente en algo ha madurado la humanidad: Algunos organismos internacionales se mostraron solidarios al investigar al “invencible” general Pinochet y a sus compinches. En Argentina, el Tribunal Supremo declaró nulas por inconstitucionalidad las leyes de obediencia debida y punto final. La Corte suprema de México declaró no prescrito el delito del ex -presidente Echeverría, por genocidio en la matanza de estudiantes de 1971.

Todavía faltan muchos que están pasando de agache. Pero esperemos que en Colombia sigan interviniendo los organismos nacionales e internacionales. Este país ha vivido la crisis humanitaria más fuerte de América Latina y una de las más fuertes del mundo. Millones de colombianos sufren cada día la violencia a manos de guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, delincuencia común e incluso por parte de algunos miembros de la fuerza pública. Miles de civiles y militares han padecido cruelmente un secuestro extorsivo o político en los campos de concentración de las autodenominadas Fuerzas Armadas de Colombia (FARC), del Ejército de Liberación Nacional (ELN) o de las demás fuerzas delictivas. Así mismo, miles de trabajadores, microempresarios e incluso grandes empresas son extorsionadas.

Algunos jefes paramilitares responsables de miles y miles de crímenes, desmovilizados gracias a la mano grande del entonces presidente y su Ley de “Justicia y Paz”, fueron extraditados a Estados Unidos donde hoy son juzgados por narcotráfico, sin contar las víctimas que dejaron a su paso. Antiguas y nuevas estructuras paramilitares que en los informes oficiales figuran acabadas, siguen mandando en algunas regiones, donde manejan a su antojo las alcaldías, los concejos, las asambleas y jugosos presupuestos municipales y departamentales. Hoy siguen intimidando con las armas, con dinero, con puestos, con diversas formas de violencia para ganar las elecciones. Algunos desde la cárcel siguen teniendo influencia suprema.

En sus feudos de más de un millón de hectáreas de las mejores tierras, conseguidas a sangre y fuego, desarrollan macroproyectos de ganadería, palma de aceite y otros cultivos. Los más de tres millones de campesinos desplazados, legítimos dueños de dichas tierras viven hacinados en los asentamientos urbanos, muchos de ellos deambulan famélicos por las calles de las ciudades mendigando un trozo de pan. Para colmo, muchos de los recursos destinados para “auxiliar” a los desplazados, están siendo manejados por los mismos corruptos de siempre que se embolsillan gran parte de los dineros.

¿Debemos perdonarlos? Sí, claro, perdonarlos o sea liberarnos del odio, del rencor, de la rabia contenida, y del nudo en la garganta. Tenemos que dar un no rotundo a la venganza que convierte al oprimido en opresor,  a la víctima en victimario, pero perdonar no es equivalente a aceptar la injusticia. Si perdonar fuera complicidad con la injusticia tendríamos que darle la razón a quienes dicen que el perdón cristiano no sirve, sino que es un engaño. El perdón cristiano le dice un no rotundo a la opresión signo de un mundo dominado por el mal. Por eso no es una ideología alienante e inmovilizadora, sino una energía transformadora y constructora del Reino por medios pacíficos. “El perdón pasa por la lucha, la denuncia y la crítica, pero conlleva como criterio interno  de eficacia, la voluntad de superar concretamente el círculo vicioso  del desquite amargo y de afirmar el paso a una nueva justicia, capaz de establecer una reconciliación sobre nuevas bases entre personas y grupos. El perdón manifiesta la esperanza fundada de que quien hizo el  mal salga, se libere de la lógica del mal en que por el momento se encuentra prisionero y acceda así a una opción más humana”.[1]

El perdón no lo podemos utilizar como escudo para hacerle el quite a la justicia y para esconder las verdaderas intenciones de seguir haciendo daño. Necesitamos entrar en todo un proceso de conversión, de transformación, para ser mejores personas. Y si nos enteramos de que alguien o algunos utilizan el perdón para seguir haciendo sus fechorías, es decir, si actúan con injusticia, es preciso hacer lo que hicieron los compañeros de la parábola que cuando vieron lo sucedido se dolieron muchísimo y fueron a contarle al rey todo lo ocurrido (v.31). Esa debe ser la actitud del discípulo frente a la injusticia: dolor y denuncia. Callarse es convertirse en cómplice.

En una de las sesiones de “Justicia y Paz” un paramilitar desmovilizado del Bloque Central Bolívar tomó el micrófono y dijo a sus víctimas: “Ustedes nos tienen qué perdonar”. “Estamos abiertos a la reconciliación, pero no sean sinvergüenzas”, dijeron las víctimas y empezaron a hacer preguntas como díganos por qué los mataron, dónde están nuestros seres queridos, quiénes fueron los políticos, militares u otros grupos cómplices, cómo nos van a garantizar que eso no va a volver a pasar…

No puede haber perdón si no se entra de verdad en un proceso sincero para transformar la vida. No vamos a ser felices, ni a ser “levadura en la masa”, si guardamos rencor, odiamos y buscamos venganza. Pero no podemos construir el Reino a costa de renunciar a nuestros derechos, éso es totalmente contrario al Proyecto de Jesús. El perdón es un acto de libertad, implica la búsqueda de justicia y la ruptura del mal desde otra lógica: a fuerza del bien. Perdonar es atacar el mal en cuanto mal y no en cuanto al ser humano víctima del mal, es crear otra relación y hacer de esta forma que el mal no tenga la última palabra. Jesús, que vivió una profunda relación con el Padre, que experimentó su amor, su perdón y tuvo la capacidad de decidir en el patíbulo de la cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”, nos dará la gracia para hacer del perdón una realidad dinámica, plenificante y transformadora en nuestra vida.

Oración

Oh Dios, reconocemos que dentro de nosotros existen rencores, resentimientos, deseos de venganza y otros impulsos que no nos dejan vivir en paz. Reconocemos que algunas veces hemos sido víctimas de las injusticias humanas y otras veces hemos causado daño con nuestras palabras y con nuestras obras. Reconocemos que recibimos toda una herencia genética, social y cultural que debe ser purificada, superada, mejorada. Reconocemos, Padre y Madre, que en esto todos somos deudores…

Pero por encima de todo reconocemos tu amor misericordioso y tu voluntad para perdonarnos, para liberarnos y para re-crearnos a tu imagen. Por eso nos abrimos totalmente para la gracia de tu Espíritu nos renueve, nos transforme, nos ayude a superar muchas realidades de nuestra vida y haga de nosotros auténticos hijos tuyos y auténticos seguidores de Jesús.

Libera nuestros corazones de todo rencor, de todo resentimiento, de todo deseo de venganza. Intégranos totalmente a tu plan de salvación. Que con un corazón libre y generoso podamos trabajar por la justicia, el perdón, la reconciliación y la paz en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Amén.

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[1]ECHEGARAY Hugo, La práctica de Jesús, Salamanca 1.982. 218-219

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