(Memoria Obligatoria: San Benito, Abad)
Martes, 11 de julio del 2023
Color: BLANCO
- Primera Lectura. Gn 32, 22-32: “He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo”.
- Salmo Responsorial. 16,1.2-3.6-7.8 y 15: “Con mi apelación, Señor, vengo a tu presencia”.
- Mt 9, 32-38: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
“Jesús se compadece de las personas que aparecen extenuadas y abandonadas”
Leemos hoy otro episodio misterioso de la historia de Jacob, su lucha contra una persona que parece hombre, pero que no se sabe, por el relato, si es un espíritu, un ángel o el mismo Dios. Esta vez, el viaje de Jacob es de vuelta. Han pasado bastantes años -unos 20- de la visión de la escala, que leíamos ayer. Viene de Mesopotamia, donde se había refugiado, y vuelve a su tierra de origen, Canaán, con sus dos mujeres (Lía y Raquel) y sus once hijos. Viene con miedo a las iras de su hermano Esaú, que no le perdona la trampa con la que le privó de sus derechos. En esta circunstancia es cuando, durante la noche, le sucede la misteriosa lucha con el desconocido, en la que parece que Jacob queda victorioso, pero herido en el tendón de su muslo y, por tanto, cojo. De nuevo se legitima la elección de Jacob por parte de Dios.
Nuestros encuentros con Dios son misteriosos. A veces son pacíficos, como el de Jacob cuando la escalera y los ángeles. Otras, más turbulentos, como éste de la lucha nocturna, pero que también termina en una bendición. Muchas veces nos toca sufrir las consecuencias de nuestros fallos y trampas, y experimentamos en nuestra vida lo mismo que Jacob: que era de noche y «se quedó solo», a pesar de que llevaba tantas personas en su compañía. Nuestra relación con Dios puede ser de forcejeo y combate. Ya nos dijo Jesús que «el Reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,12).
Seguir a Cristo supone a menudo renuncias y valentía. Él también tuvo que luchar y venció en el gran combate de la redención de la humanidad. Ahora nos hace partícipes de esa victoria, dándonos fuerzas en nuestras luchas de cada día. Las pruebas de la vida nos tendrían que transformar, haciéndonos madurar y ayudándonos a pasar de «tramposos y suplantadores» a personas «fuertes con la fuerza de Dios».
El Evangelio nos relata la curación de un hombre mudo, una persona incapacitada para alabar a Dios. Como siempre, ante el gesto de Jesús, hay dos reacciones: La gente sencilla queda admirada: «nunca se ha visto en Israel cosa igual». Pero los fariseos no quieren reconocer la evidencia: «este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios».
La escena termina con un pasaje que introduce el discurso «de la misión». Jesús se compadece de las personas que aparecen «extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor», e invita a sus discípulos para que vayan por todas partes a difundir la buena noticia. Pero lo primero que les dice es que recen: «rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».
También ahora el mundo necesita la buena noticia de Jesús. ¡Cuántas personas a nuestro alrededor están extenuadas, desorientadas, sordas a la Palabra más importante, la Palabra de Dios! Si saliéramos de nuestro “mundo” y «recorriéramos los caminos», nos daríamos cuenta, como Jesús, de las necesidades de la gente. Salgamos en busca de toda esa gente que espera una palabra de aliento, una palabra esperanzadora.
(Guía Litúrgica)
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