• Primera lectura: Ecl 35,12-14.16-18: La oración del humilde traspasa las nubes.
  • Salmo Responsorial: 33: El Señor está cerca de los atribulados.
  • Segunda lectura: 2Tim 4,6-8.16-18: Afronté dignamente el combate.
  • Evangelio: Lc 18,9-14: El que se humilla será enaltecido.

Color: VERDE

Neptalí Díaz Villán

La justicia de Dios: la imparcialidad es una actitud esencial para el desarrollo de nuestra justicia civil con bases grecolatinas. Según el derecho romano, justicia es emitir un juicio imparcial y, según la filosofía griega, es dar a cada quien lo que le corresponde. Para la literatura bíblica la justicia de Dios va más allá de los anteriores cánones: “El Señor es un Dios justo y no hace discriminaciones. No favorece a nadie con perjuicio del débil sino que escucha las súplicas de quien es agraviado. No desatiende el gemido de un huérfano, ni el continuo lamento de una viuda”. (Ecl 35,12-14). La frase que repetimos en el salmo va por este mismo camino:Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.” (Sal 34 (33)).

Dios es justo no tanto porque le dé a cada uno lo que le corresponde ni porque emita un juicio imparcial sino, sobre todo, porque defiende al pobre, al huérfano, a la viuda y en general al débil que no tiene quién lo defienda. Pablo, en la segunda lectura (2Tim 4,6-8.16-18), testimonia cómo cuando era acusado en el tribunal (puesto para ejercer en el nombre del monarca romano de turno) y todos lo abandonaron, Dios se puso de su parte, le dio fuerzas y  lo ayudó.

Siempre que estemos en circunstancias difíciles de debilidad, maltrato, marginación o abandono, cuando suframos persecución por alguna circunstancia, especialmente por causa del evangelio, debemos saber que no estamos solos. Contamos con la fuerza de Dios Padre y de su enviado Jesucristo que por medio de su Espíritu Santo se pone de nuestra parte, nos fortalece y nos ayuda a superar esta situación, hasta que seamos llevados sanos y salvos a su Reino del cielo (segunda lectura).

Nosotros creemos que somos imagen de Dios y seguimos el camino de Jesús, la Palabra de Dios hecha carne. Por eso no podemos mantenernos totalmente al margen de realidades que afectan negativamente la humanidad, en especial, a la humanidad caída. Podemos ser imparciales, mas no utilizar una supuesta imparcialidad para esconder actitudes de indiferencia ante el atropello que día a día hacen a tantos débiles, sobre todo, en estos tiempos cuando el darwinismo social (ley del más fuerte…) impera en nuestro pueblo con licencia para delinquir, aún con máscaras de redentores sacrificados.

El fariseo y el publicano: la participación en los actos cultuales de la fe y la observancia regular de los respectivos mandamientos y preceptos de cada religión hace que muchas personas se llenen de orgullo y de prepotencia. Ese es un peligro que nosotros, seguidores de Jesús, debemos tener muy presente porque el fariseísmo es tan antiguo como nuevo, y tan sutil como peligroso.

Por la enseñanza del Evangelio, alimentado con el imaginario cultural de nuestros pueblos cristianos, cuando hablamos de fariseos pensamos en personas de muy baja calaña, que estaban siempre al acecho de Jesús. Para nosotros, la palabra fariseo es sinónimo de hipocresía. Pero, históricamente, los fariseos eran considerados personas justas, correctas y cumplidoras de sus deberes, que formaban un grupo élite muy respetable dentro la comunidad judía. En otras palabras, los fariseos eran hombres de leyes, fieles cumplidores y observantes por excelencia. Su comunidad era llamada la comunidad de los puros. Fariseo significa puro.

Los publicanos, por su parte, tenían todos los ojos encima. Los señalaban y los despreciaban por su colaboracionismo con el imperio romano, pues eran cobradores de impuestos. Como hemos dicho en otras oportunidades, Roma no cobraba directamente los impuestos; los cobraban personas de la aristocracia judía, que recibían ese contrato en concesión, dado al mejor postor. A su vez, estos tenían sus empleados, quienes ante la imperiosa necesidad de trabajo, y muchos en contra de sus convicciones, aceptaban cobrar impuestos por un salario de subsistencia.

Este caso es parecido al de una persona que tiempo atrás me comentaba muy acongojada: “Me siento muy mal, acabo de llevar un soborno a un funcionario público. Fui enviado por la empresa para la cual trabajo. Corresponde al 10% del contrato que nos dio hace un tiempo. Nosotros no perdemos nada, eso sale del mismo contrato y en últimas del pueblo que paga impuestos. Sé que eso no está bien… he tenido una formación católica y… me siento como un traidor… pero ¿qué puedo hacer? Si no lo hago me echan del trabajo, tengo tres hijos, mi esposa está sin trabajo y no quiero que ellos pasen necesidades. Y lo que es peor… hemos “ayudado” a financiar las campañas políticas. Las cartas están echadas y cualquiera que gane nos conviene. Nos aseguramos de financiar a los más opcionados. Los demás no tienen posibilidad alguna”. ¿El publicano del que hablaba el evangelio era un contratista o un empleado raso? No sabemos. Pero estaba igualmente acongojado y arrepentido.

El fariseo tenía no sólo buenas acciones sino que se pasaba de calidad, pues hacía más de lo que mandaba la Torá (Ley). Pagaba el diezmo de todas sus pertenencias y ayunaba dos veces por semana. Sin embargo, su actitud de desprecio a los demás y su arrogancia demostraban que su vida religiosa no estaba haciendo de él una mejor persona. La oración del fariseo deja ver en él a una persona centrada en sí misma que, aunque no sabe lo que es, sí sabe o cree saber lo que no es. “Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás, ladrones, desleales, adúlteros”. Y sobre todo: “no soy como ese recaudador”. La parábola no critica el fariseo por la observancia de sus actos, sino por lo que deja de hacer: relacionarse con los demás. Las tres clases de pecadores que menciona el fariseo se puede traducir en tres tipos de discriminaciones.

El publicano, por el contrario, cometía actos malos, pero reconoció sus fallas y se arrepintió. Éste es el primer paso para el cambio. He aquí otra paradoja del evangelio: hay personas que, como el fariseo, creen estar justificados y en paz con Dios, pero en el fondo están fuera del amor de Dios; y hay quienes, como el publicano, se sienten excluidos, pero en el fondo están dentro porque reconocen sus errores humanos y buscan la oportunidad para ser mejores.

La reflexión no la podemos terminar aquí porque el fariseísmo no es historia sino que sigue vivo en medio de nuestra sociedad y de nuestras iglesias. Como vemos, “los fariseos fueron y siguen siendo los representantes más puros de un tipo irreductible de experiencia moral, en el que cualquier hombre puede reconocer una de las posibilidades fundamentales de su propia humanidad”.

El problema se agrava cuando la persona aumenta su convicción de que está dentro del amor de Dios porque actúa como Él manda. Esto hace que la persona viva muy segura de sí misma, se vea como intachable y desprecie a quienes no son como él, es decir, a quienes no viven como Dios manda, según su manera de concebir a Dios. Y, ¿cómo no despreciar a quienes no viven según la voluntad divina? En el fondo la mayor característica del fariseo de ayer y de hoy, no es la práctica estricta de la ley, sino el desprecio hacia los demás. Podemos decir con las palabras de José María Castillo, que el fariseo en un despreciador profesional. “Es la persona que se pasa la vida enjuiciando a los que no piensan ni viven como él, condenando a los demás, despreciando a todo el que se le pone por delante”.

¡Y ojo que no hablamos exclusivamente de las personas conservadoras! Porque los despreciadores profesionales abundan en todo lado. Los hay de derecha y de izquierda, ateos o creyentes, agnósticos, gnósticos, nadaístas, civiles, militares… en fin, están en todas partes. Claro que abundan entre las nuevas generaciones de observantes, aquellos que no quieren meterse en líos con los poderosos y aceptan acríticamente el sistema. Aquellos que celebran con Fukuyama, el fin de la historia, miran con desprecio a todo aquel que sigue creyendo en las utopías y a quienes no son como ellos. También existen entre quienes critican mordazmente a los anteriores y quisieran descabezarlos a todos porque, según ellos, son el problema número uno para una transformación radical de las instituciones políticas, religiosas, intelectuales y, en general, en la vida humana.

Y no miremos tanto a nuestro lado, porque de una u otra manera todos podemos tener un fariseo dentro. Es más fácil mirar a nuestro alrededor y descubrir  actitudes farisaicas en los demás, que mirar a nuestro interior, revisar nuestros pensamientos y acciones, y reconocer que en ellas también hay manifestaciones farisaicas muy difíciles de eliminar.

No podemos quedarnos ahí. Como una alternativa, el evangelio propone la actitud del publicano. No las obras del publicano, sino su oración humilde. Reconocer que somos humanos, que no tenemos total claridad sobre nuestros actos y que en cualquier momento podemos caer. Y en el fariseísmo podemos caer mucho más rápido cuanto más seguros nos sintamos. Decía San Agustín: “Muchos dejaron de ser fuertes porque confiaron demasiado en su fortaleza. Nadie logra ser más fuerte que quien desconfía de su fuerza y pone toda su confianza en la ayuda que viene de Dios. Si alguien dice que no tiene temor a caer en fallas porque ha hecho buenos propósitos y confía en sus propias fuerzas, se engaña, porque entonces dejará de invocar a Dios y su ruina espiritual es inevitable”. “Un corazón humilde y arrepentido tú no lo desprecias, Señor” (Sal 50,17). Escribía Pablo a la comunidad de Corinto: “Que nadie se engañe: si alguno de ustedes se cree sabio según la sabiduría del mundo, vuélvase como un ignorante, para así llegar a ser verdaderamente sabio”. Por eso, Jesús termina su parábola con la siguiente afirmación: “Pues bien, les digo que al volver a su casa, el que estaba en paz y salvo con Dios era el recaudador y no el fariseo. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”

Jesús, amigo, hermano, compañero de camino hacia la salvación que Tú mismo ofreces abundantemente. Gracias por tu Palabra que nos cuestiona, nos sacude y nos anima a vivir con humildad este camino de fe. Te pedimos perdón porque a veces, desconociendo nuestra frágil naturaleza y nuestra realidad de pecadores, nos hemos creído mejores que los demás. Perdón porque muchas veces nos hemos cerrado a tu amor con actitudes orgullosas y discriminatorias hacia los demás. Perdón porque como personas, como comunidad o como institución, algunas veces hemos despreciado y cerrado el paso a tantas personas que necesitan de la misericordia que Tú repartías a manos llenas… en fin…  Perdón por nuestras actitudes farisaicas.

Ahora disponemos nuestra mente y nuestro corazón a tu perdón generoso y manifestamos nuestro deseo de configurarnos a tu imagen. Jesucristo, danos la gracia de tu Espíritu para vencer todo orgullo y prepotencia. Que seamos discípulos y apóstoles comprometidos con tu causa, pero que nunca lleguemos a sentirnos más que los demás. Que podamos contemplar con humildad cómo crecemos en sabiduría, en gracia, en servicio, en rectitud de vida, en calidad humana, pero siempre con humildad, reconociendo que Tú obras maravillas en nosotros cuando así lo permitimos. Si es necesario, que podamos sugerir con respeto los cambios que algunos hermanos nuestros necesitan para ser mejores, sin lanzar hacia ellos juicios condenatorios ni discriminatorios.

Que nuestras familias y comunidades sean testimonio de relaciones fraternas maduras, en las cuales pongamos al servicio nuestros dones y carismas, sin caer en competencias desleales, arribismos y sectarismos. Que nos interesemos en defender a los más pobres y necesitados, tomando partido por quienes son más discriminados y sufridos por las situaciones de injusticia y corrupción. Danos un corazón apasionado por el trabajo a favor de la utopía de la justicia del Reino que Tú anunciaste con valentía y permítenos saborear desde ahora la alegría de la salvación. Amén.

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