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  • Primera Lectura. 3, 6-10.16-18: “Que el Señor de la paz les dé la paz siempre y en todo lugar”.
  • Salmo Responsorial. 127,1-2.4-5: “Dichosos los que temen al Señor”
  • Evangelio. Mt 23, 27-32: “¡Colmen también ustedes la medida de sus padres!”.

Hoy está muy moda escribir las MEMORIAS. Personas importantes o con cierta popularidad se lanzan a publicar sus memorias, sacando a la luz pública muchos aspectos privados de su vida que puedan reclamar la curiosidad, el morbo o atención del público. Algunos escriben sus memorias para dejar un recuerdo a la posterioridad; otros para ganar un dinero con sus ventas y poder hacer frente a los gastos que exige su vida social, y otros, en fin, para recuperar, de este modo, su fama decadente o su figura. Los destinatarios de estas publicaciones son, en gran mayoría, lectores de variada cultura y ansiosos de distracción o pasatiempos. De entrada, podemos dudar de esas “CONFESIONES”.

Hacia el año 400 de nuestra era cristiana, Agustín de Hipona, más conocido con el nombre de San Agustín, quiso escribir sus memorias, con el título de Confesiones. Dos serían los destinatarios inmediatos: En primer lugar, su propia conciencia, en la que se miraba frecuentemente como en un espejo para rechazar el fango y el pecado de su pasado. El segundo destinatario era Dios; a Él le confesaba Agustín su vida y sus pecados para cantar las misericordias y pedirle, al mismo tiempo, la gracia de no caer en los mismos errores. Por eso sus Confesiones son “una obra sangrante, de heroica desnudez, son la expresión de su alma en carne viva”.

El hombre cuando se mira a sí mismo en la intimidad no puede engañarse, porque nada consigue con empañar el espejo de su alma. Menos puede engañar a Dios que, en frase del mismo Agustín, es como “el superinspector que todo lo ve”.

Hoy que tantos hombres y mujeres somos víctimas del error como lo fue Agustín, tengamos el coraje de volver a la Verdad, que es Dios, como él lo hizo, pues sólo en Dios encontraremos el sentido de nuestra vida; fuera de Él, andaremos desorientados y sumergidos en la desgracia, la depresión y el sin sentido vital. Exclamará San Agustín, después de su conversión: “¡Oh Verdad! ¡Oh Belleza infinitamente amable! ¡Cuán tarde te amé! ¡Cuán tarde te conocí! Y qué desdichado fue el tiempo en que no te amé, ni conocí!” (Confesiones, X, 26, 37), como exclamarían tantos convertidos a lo largo de la historia. Finalmente, sólo en Dios encontraremos la verdadera felicidad, pues como dice el mismo Agustín: “Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Conf. I, 1,1).

(Guía Litúrgica)

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